“Escribir: tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos”.

La cita anterior, tomada del libro Especies de espacios, del autor francés Georges Perec, describe el impulso que lleva a poner en palabras lo que se vive y lo que se piensa, con la convicción —muchas veces falsa— de que esas frases servirán para que los demás vivan con mayor intensidad, piensen con ideas claras y elaboren un discurso bien articulado que explique su propia existencia.

Todo escrito es resultado de muchas horas de contemplación del mundo, en búsqueda de la respuesta a preguntas que muchas veces ni siquiera se han planteado en forma precisa, porque las emociones que afectan a los seres humanos son laberintos sin final, con callejones que han perdido sus límites. Como estamos vivos, estos callejones se expanden a medida que respiramos, porque están vinculados a la angustia que significa vivir con los ojos abiertos, y al gozo de estar consciente del valor de tener un cuerpo, una mente y un espíritu, entrelazados.

De la autora brasileña Clarice Lispector, en su libro Un soplo de vida, es este párrafo: “Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. Es en este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él extraigo sangre. Soy un escritor que tiene miedo de la celada de las palabras: las palabras que digo esconden otras: ¿cuáles? Tal vez las diga. Escribir es una piedra lanzada a lo hondo del pozo. Meditación leve y suave sobre la nada. Escribo casi totalmente liberado de mi cuerpo. Como si este levitase”.

He leído a García Márquez desde que era casi una niña. A mis catorce años, viviendo en Querétaro en cuerpo —y alma—, otra persona que también era yo vivía en Macondo. En clase de biología, me preguntaba cómo sería la selva colombiana y quería ver nubes de mariposas amarillas persiguiendo a un anciano mago. A millones de lectores nos ocurrió lo mismo. El mío no es un caso excepcional. Este Nobel no era ensayista, casi no escribió sobre sus técnicas narrativas, por ello el prólogo de Doce cuentos peregrinos, donde lo explica, es una joya. En pocas páginas, describe de manera prolija el proceso de revivir anécdotas guardadas en la mente para convertirlas en historias cuyas tramas son espejos de la vida real. Dice: “…reescribí todos los cuentos otra vez desde el principio en ocho meses febriles en los que no necesité preguntarme dónde terminaba la vida y dónde empezaba la imaginación, porque me ayudaba la sospecha de que quizás no fuera cierto nada de lo vivido veinte años antes en Europa. La escritura se me hizo entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación”.

Por ello, poner fin a un manuscrito y enviarlo a la imprenta provoca una sensación de euforia que se alterna con momentos de plenitud. Dice Xavier Velasco, autor mexicano: “En términos sensuales, un momento como este equivale al cigarro que sigue a la primera vez. Contemplas satisfecho la última página, le sonríes sin la menor malicia y sueltas una larga bocanada que se pierde entre el techo y la ventana. ‘¿Sabes, última página, cuántas veces soñé con este momento?’, te pones tierno, le rodeas los hombros, suspiras largamente. Tal cual diría mi madre en estas circunstancias, dormí como si no debiera nada”.

Esta cita semanal entre nosotros trae consigo una fiesta en mi interior, un bullicio provocado por las conversaciones de personajes de libros o películas que quiero contarle a usted; es un encuentro de mentes, una confrontación de ideas y la delicia de compartir lo que han dicho otros autores. Gracias, de corazón, por darme ese regalo.

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