El 6 de enero se cierra una cadena cuyos eslabones son fiestas en casa con la familia, con los amigos en la calle, con los compañeros en la oficina. Si tenemos suerte, la alegría ha llenado de música ese espacio de cuatro cubículos de un rojo intenso llamado corazón, que se puede volver tan grande como el universo cuando sufrimos la soledad de comprobar que ya no están quienes fueron indispensables en otras festividades, en celebraciones que nos dejaron su impronta.

La epifanía marca el momento en que Jesús se presenta por primera vez al mundo, al recibir la visita y los regalos de los tres hombres sabios venidos del Oriente, que llegaron a presentarle su veneración y el reconocimiento de su ser divino. A lo largo de los siglos hemos tomado en las manos el relato bíblico para adaptar la celebración a lo que tenemos: palabras cuyo significado hemos llenado de magia.

Con los labios pronunciamos frases para justificar los juguetes que compramos diciendo que son para los niños, cuando en realidad tocamos con la caricia del recuerdo al niño que fuimos y le damos permiso de volver a jugar, en preciosos instantes que nos permiten echar al vuelo la imaginación, para que la vida se torne luminosa como luz de bengala.

Hay una epifanía literaria de la que habló James Joyce, el gran escritor de Irlanda, quien se refiere a episodios cotidianos, sin relevancia alguna, de la vida de un personaje. Esos pasajes, sin embargo, pueden adquirir un sentido tal que nos permiten comprender la esencia de ese personaje. Joyce fue un narrador que hizo uso de técnicas literarias del realismo y naturalismo, a la vez que del simbolismo.

Por eso, sus cuentos en la obra “Dublinenses” tratan de situaciones comunes que describen de manera magistral la inmovilidad de la ciudad de Dublín a principios del siglo XX. En el último relato describe una reunión navideña que evoca una parálisis, ya que los rituales que realizan los personajes se repiten año tras año, sin cambios.

En España, Azorín empleó la epifanía literaria como símbolo de la quietud y la infinitud del tiempo, al narrar con detalle las costumbres ancestrales de los campesinos de Castilla. Otro escritor de esa zona, Miguel Delibes, logró en su novela “Los santos inocentes” una serie de epifanías. Si usted reserva un tiempo para leer este libro, me agradecerá esta recomendación.

El lector que tiene en sus manos esas páginas logra vivir momentos de una claridad deslumbrante, y goza el momento en que una idea cobra forma en la mente al mismo tiempo que sus ojos recorren las letras. Es una forma de disfrutar la lectura que para muchos es uno de los mayores placeres de este mundo.

Rosario Castellanos, escritora chiapaneca, nos dejó el poema “Resplandor del ser”, donde habla de sus ofrendas al Niño: “Para la adoración no traje oro. / (Aquí muestro mis manos despojadas) / Para la adoración no traje mirra. / (¿Quién cargaría tanta ciencia amarga?) / Para la adoración traje un grano de incienso: / mi corazón ardiendo en alabanzas”.

El muchacho de Alicante, Miguel Hernández, abre su corazón en el poema “Las desiertas abarcas”. Una abarca es un calzado artesanal, que puede ser de piel curtida y cubre solo la planta de los pies. Se amarra con correas. Es lo que el escritor usaba cuando era niño y su región sufría una gran pobreza. Dicen los versos: “Por el cinco de enero, / cada enero ponía / mi calzado cabrero / a la ventana fría. // Y encontraba los días / que derriban las puertas, / mis abarcas vacías, / mis abarcas desiertas. // Nunca tuve zapatos, / ni trajes, ni palabras: / siempre tuve regatos, / siempre penas y cabras. // Me vistió la pobreza, / me lamió el cuerpo el río / y del pie a la cabeza / pasto fui del rocío. // Por el cinco de enero, / para el seis, yo quería / que fuera el mundo entero / una juguetería”.

Vivimos tiempos difíciles. Eso lo sabemos bien usted y yo. Sin embargo propongo una tregua en estos días complejos y adoloridos para poner cerca de la ventana nuestras abarcas, nuestros zapatos sin brillo, las pantuflas humildes, para esperar la luz que traiga consigo un juguete imaginario, que nos dé fuerzas para iniciar el año.

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