El fin de semana hubo un diferendo poco usual en los medios, entre una organización no gubernamental que se atribuye presencia nacional y el secretario de Gobernación, respecto de la credibilidad de las cifras que la primera presenta sobre el incremento de 16.9 % en secuestros en el país desde enero del 2012 al mes de abril de este año.

El funcionario replicó que no son las encuestas de percepción las que deben medir los delitos, sino los datos oficiales sobre denuncias y, en todo caso, los datos con que cuentan estados y municipios, pues la apuesta debe ser por la transparencia.

El eje de la polémica es si existe información estadística confiable sobre la seguridad pública del país y si ésta es pública.

Dos fuentes de información oficial, el INEGI y el Sistema Nacional de Seguridad Pública concentran cualquier otro dato oficial de la federación, estados o municipios; con cifras aportadas por las procuradurías y secretarías de seguridad (o afines) la información se caracteriza porque es una sumatoria elaborada con criterios diseñados hace más de tres lustros, poco ilustrativas, de fuente unilateral y sin posibilidad real de verificarse.

Es decir, esos datos deben creerse porque no hay otra opción diseñada por el Estado o la sociedad, por eso el ciudadano que intenta incursionar en el tema recurre a otras fuentes como notas periodísticas y encuestas, la más recurrente, la de percepción.

Desencuentros como el citado no dejarán de presentarse mientras no exista una fuente digna de credibilidad; aunque cuando las encuestas de opinión son favorables al gobierno, se usan mediáticamente para lucimiento de funcionarios, pero descalificadas cuando son críticas. Al final, la autoridad siempre saldrá mal librada, tenga o no razón, por la responsabilidad de cumplir con su función y dentro de ésta, informar de su trabajo.

La seguridad pública requiere de una transformación en los esquemas de transparencia usados hasta ahora, reformular la dinámica institucional para construir un sistema de indicadores que induzcan la publicidad, pues no habrá acceso a la información, sin información; ésta debe provenir de la toma de decisiones, los procedimientos, el uso de presupuestos y de los resultados, no sólo de cuantificar los delitos.

Incluso éstos, requieren una categorización de conductas de interés común que provocan incremento en el miedo social, como el homicidio, secuestro y extorsión, entre otros, y que necesitan -al menos- un distingo entre el cometido por la delincuencia organizada o la común; pero que también sirva para dimensionar las cifras totales de delincuencia (que incluyen delitos menores como amenazas, los derivados de accidentes viales y patrimoniales de engaño) que presentan volúmenes, que tanto espantan a muchos gobernantes, pero que poco inciden en la percepción de inseguridad.

Esa información debe constar en registros fidedignos, es decir, que pueda constatarse el dicho de la autoridad; mantenerla a disposición permanente del público por medios prácticos y accesibles, rendir informes públicos y actualización periódica.

Nada se gana con minimizar, ocultar o callar las problemáticas de seguridad. En el mejor de los casos, sólo se retrasa el inevitable juicio social; decir las cosas como son, pero sumando estrategias de promoción de la participación activa de personas y grupos de la sociedad civil con base comunitaria, fortalece la cohesión social, otorga legitimidad y apoyo de la ciudadanía a las acciones de gobierno, pues si hay algo peor que percibir una autoridad que oculta la verdad, es la que pretende engañar multiplicando sus números por cero, situación que de rebote provoca la aparición de expertos de fácil cuestionamiento, pero de muy poco aporte.

Especialista en seguridad y ex procurador General de Justicia

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