Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo si su religión no era la mía. Ahora, mi corazón se ha convertido en el receptáculo de todas las formas: es pradera de las gacelas y claustro de monjes cristianos, templo de ídolos y Kaaba de peregrinos, tablas de la ley y pliegos del Corán. Porque profeso la religión del Amor y voy adonde quiera que vaya su cabalgadura, pues el Amor es mi credo y mi fe. Ibn’ Arabi, nacido en Murcia, España y muerto en Damasco, Siria (1165-1240).

El viernes 13, París vivió el horror; un horror que nos sacude por su insensatez, porque parece no tener explicación…, pero la tiene.

Lo que está en curso y que no conoce fronteras, no es una guerra convencional, la que suele enfrentar a ejércitos contra ejércitos, sino la acción sorpresiva, artera, de fanáticos contra personas indefensas. Pero con toda la brutalidad que expresan estos hechos, no son sino un episodio más de una locura que está presente desde tiempos inmemoriales. La historia está plagada de hechos y justificantes de esta naturaleza. “Ojo por ojo; diente por diente”, dice la Biblia. Sumos pontífices del cristianismo hicieron la Guerra Santa contra los infieles; la Santa Inquisición llevó a la hoguera a aquellos sospechosos de ser herejes o brujas…

En los años recientes, no pocas incursiones militares del ejército de Estados Unidos en naciones del Medio Oriente, pretendidamente “quirúrgicas”, terminaron asesinando a decenas, cientos y miles de inocentes: mujeres y hombres, niños y ancianos que murieron bajo el fuego de sus “libertadores”.

La lógica de los grandes intereses económicos que gobiernan a quienes aparentan gobernar, los llevó durante siglos a ocupar anchos territorios en otros continentes que, como África, disponían de riquezas naturales y a esclavizar a su gente. Más recientemente, la racionalidad de las corporaciones petroleras, encubierta en razones democráticas, ha llevado a desplegar a miles de soldados a territorios ajenos donde matan y mueren.

El presidente Francoise Hollande ha ordenado intensificar los ataques de su aviación a objetivos estratégicos. Los daños de los ejércitos de la coalición a las células del Estado Islámico podrán ser muy severos, pero no eliminarán al fanatismo, lo exacerbarán. Y hoy muchos de sus enemigos están y son de casa: aunque lucen diferentes, conocen su cultura, hablan su lengua, comparten la nacionalidad…

Lo que se vislumbra en el mundo es turbio y desesperanzador. Como se conoció la mañana del once de septiembre de 2001 en Nueva York, la guerra se ha trasladado ya de los más remotos confines a los centros de poder de Occidente y nadie sabe cuándo y en dónde se producirá el nuevo atentado, uno que hará víctimas a gente ordinaria y que, como se mostró en París, no requieren de gran sofisticación…

Los gobiernos amenazados responden con una mayor ofensiva militar; instauran “estados de emergencia” e imponen leyes que, como la Ley Patriota, restringirán las libertades; los servicios de inteligencia se harán más intrusivos y violarán la intimidad de las personas con el pretexto de preservar la seguridad nacional. En el corto plazo, la derecha europea y norteamericana adelantará líneas: discursos xenófobos, mayores controles fronterizos, endurecimiento de las políticas migratorias… precisamente cuando tiene lugar uno de los mayores éxodos desde la Segunda Guerra Mundial: más de tres millones de refugiados y desplazados de Siria y territorios gobernados por el Estado Islámico.

En los barrios de las ciudades se impondrá la sospecha, los vecinos observarán con recelo a quienes sienten ajenos; los fabricantes y los traficantes de armas seguirán ganando fortunas… Y mientras tanto, bandas de fanáticos seguirán golpeando y asesinado inocentes. Y lo harán en nombre de Dios, de un Dios vengativo que, extrañamente, es el mismo de sus enemigos.

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