El ambiente ya se corta con un cuchillo y todavía no empiezan las campañas electorales. Supongo que, desde la experiencia añejada en la lucha política de toda una vida, el presidente decidió echarle mucha más leña al fuego durante el curso de la semana pasada, porque sabe que faltan muy pocos días para que su voz única sea multiplicada, reinterpretada o rebatida por un amplísimo coro de candidatas y candidatos: los dos polos que chocarán para decidir los términos de la batalla siguiente.

La batalla siguiente, digo, porque dudo que las elecciones de junio mitiguen el clima de confrontación que recorre el país. De ratificar o ampliar la mayoría que ya tiene, el presidente acelerará y profundizará la secuencia de decisiones que ha venido tomando para establecer lo que él llama la Cuarta Transformación, cuyo eje gira en torno de la eliminación definitiva de cualquier herencia del pasado reciente y de la erradicación de la clase política y de las elites que participaron en ese periodo —y que no se han sometido a su mando—. No estoy interpretando sino sintetizando lo que se ha dicho de mil maneras distintas: tras el triunfo de junio no habrá magnanimidad, ni apertura, ni ajustes, ni reconsideración de ninguna índole.

Tampoco del otro lado habría tregua y, nuevamente, no añado nada que no corresponda con lo que se ha dicho hasta por los codos: la reunión de los tres partidos que encarnaron aquel periodo denostado desde la tribuna presidencial, no obedece a otro propósito que no sea someter al Ejecutivo al control de una mayoría legislativa y federalista capaz de frenarlo. De triunfar en las elecciones, esa coalición no pactaría nada sino que atizaría el clima de choque que se ha venido colando hasta el último de los rincones de la vida pública mexicana.

Lo que no se ha dicho con claridad —por falta de conciencia o por una especie de ingenuidad calculada— es que el discurso de odio que ha venido echando raíces cada vez más profundas no sólo está justificando los linchamientos mediáticos y de redes, que ya empiezan a convertirse en cosa de todos los días y a cobrar carta de naturalidad en las relaciones sociales, sino que podría desembocar, también, en la quiebra de los procesos democráticos aún vigentes, ensuciar los comicios con la violencia y llevar a un conflicto poselectoral imposible de superar.

Lo que se espera de un proceso electoral en cualquier parte del mundo, es la penosa y compleja construcción —paulatina y civilizada— de la aceptabilidad de la derrota. Pero lo que estamos atestiguando es lo opuesto: ni uno ni otro bando estarían dispuestos a reconocer el triunfo del adversario, porque ambos saben que no habrá reconciliación ni diálogo democrático: quien gane, usará la legitimidad de los votos como un arma para intentar liquidar lo que quede del enemigo. Y eso, en sana lógica, no es democracia sino guerra civil.

Comprendo que poner en letras de molde esa conclusión puede sonar excesivo y, por supuesto, me gustaría equivocarme. Pero no encuentro otra lectura posible de lo que está sucediendo en la esfera política del país ni, mucho menos, en la secuencia de eventos que sobrevendrá después de las elecciones. Si alguna esperanza queda para conjurar ese desenlace, no está en los partidos ni en la clase política; estaría, acaso, en la conciencia social organizada, que eventualmente (ojalá) pudiera ir despertando para oponerse al discurso de odio e inyectarle serenidad, cultura de paz y armonía al futuro inmediato.

De momento, sin embargo, más vale ir nombrando la realidad sin matices. Hoy, ya es un hecho que asistiremos a una de las elecciones más polarizadas de nuestra historia. Pero todavía no se entiende que el destino de un pueblo enfrentado por odio, nunca ha sido pacífico.

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