Cuando uno es pequeño hace cada cosa tan descabellada y me explico: me remito a finales de los sesenta, allá en mi colonia Cimatario, cuando hacia Prolongación Corregidora todo era terreno baldío y empezaban a construir casas en el Fraccionamiento Estrella.

Bueno, a fin de continuar el drenaje hacia tal lugar, a lo largo de la Calle Eusebio Francisco Kino (la calle de la barda del Panteón), abrieron una zanja desde Pedro de Gante hasta Luis M. Vega e introdujeron esos tubos de concreto para continuar la red.

Pues resulta que andaba yo de ocioso una tarde y además solo, sin mi inseparable amigo Alejandro Arroyo Lalín, así que me fui caminando por la calle Kino y vi que ya habían tapado la zanja.

Solamente frente a Juan de Talavera, habían dejado un hueco en la tubería y no había ya nadie trabajando, era lógico pues eran casi las 5 de la tarde.

A mis nueve o diez años no medía el peligro y me introduje a través de ese hueco a la ruta del drenaje recién instalado. Apenas cabía pero me  tiré pecho a tierra y me fui desplazando hacia el interior de la tubería. Avancé quizá 80, 90 o 100  metros… No lo sé.

El caso es que quizá por cansancio, quizá por aburrimiento o por ambas cosas decidí terminar la “emocionante aventura” y regresar, pero ahí estuvo lo  bueno, como comenté apenas y cabía dentro de la estrecha tubería, así que el retorno lo tuve que realizar en reversa.

Cuando llegué al punto donde me había introducido (lo reconocí porque ahí se ensanchaba un poco la tubería) ya no estaba el hueco por donde me había metido, pero oí voces en el exterior. La cuadrilla que tenía a su cargo ese tramo estaba cerrando la tubería (¿tan tarde? Creo que les dio un ataque de eficiencia ese día).

A través de la pequeña rendija que dejaron para rellenar con mezcla, les grité que me dejaran salir. 
—Es un niño— dijeron asombrados, y quitaron el pedazo de tubo que estaban utilizando para cerrar su obra.
 – Nche escuincle, qué hacías ahí adentro, hay alguien más?— me interrogaba el Inge que coordinaba a la cuadrilla, más espantado que enojado.

No —le dije— estaba solo. Sin mediar palabra salí corriendo para mi casita mientras ellos reían más de nervios que de felicidad y comentaban el susto que les provocó mi aparición (estábamos a dos o tres metros de la barda del Panteón Municipal).

Al día siguiente vino otra cuadrilla a reponer el asfalto y finiquitar de esa manera la obra. ¡Qué susto! Nunca medí el peligro. ¿Se imaginan? Ahí estaría todavía nadando entre la inmundicia. Por eso, cuiden a sus niños, porque cuando uno es pequeño ¡hace cada cosa tan descabellada!  ¿O… No?

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