Si el mundo es un gran teatro, como dijo Calderón de la Barca, entonces, los actores que conocen bien sus papeles entran en personaje mientras se ponen su vestuario, pintan su rostro con maquillaje para que los espectadores aprecien cada gesto y repasan sus líneas para decirlas en el momento justo, con el volumen exacto.

Nosotros, sentados en el patio de butacas, por un par de horas dejamos nuestros problemas en la puerta del recinto y entramos a ver la representación para sentir lo que vive la muchacha bella o el galán que la pretende o la suegra celosa, o el jefe que se aprovecha de su inocencia, o el malvado que urde planes para atacar al bueno o el viejo que simboliza la malicia en estado puro.

Si la comedia nos gustó, aplaudimos de pie, conmovidos, llenos de emoción, con un sentimiento nuevo que añadir a la experiencia humana que nos define. Qué alegría nos invade cuando hemos disfrutado la obra y nos disponemos a tomar una copa de vino en un lugar cercano, para reponer energías y luego dormir a plenitud.

Sin embargo, a veces, al terminar la función, cuando quieres salir de nuevo a la calle, un director invisible te lleva de regreso al tablado. Ahora, eres tú el que debe decir su parlamento, sonreír a la cámara, mostrar el rostro a la luz de los reflectores y tratar de que nadie se dé cuenta de que te mueres de miedo.

Porque no hay ensayos suficientes para enfrentar el drama que se desenvuelve en el escenario de la vida. Es más: cuando ya aprendiste de memoria tus líneas, la trama cambió, los demás actores salieron por piernas, hicieron mutis o abandonaron la escena, despedidos por el director artístico. En más de una ocasión, nos quedamos solos bajo la intensa luz, como si estuviéramos desnudos y los demás se dieran cuenta del deterioro de nuestro cuerpo, o fuéramos estudiantes que presentan un examen de un material que no dominan.

A veces, no sabemos qué ropa ponernos para el siguiente acto. No contamos con las luces o el sonido que requiere nuestra actuación. Entonces apelamos a nuestra experiencia, nos vestimos con las prendas que tenemos a la mano e improvisamos las palabras con que hablamos a los hijos, a los padres o a los compañeros de oficina. El parlamento no siempre sale bien, los resultados no son siempre óptimos, pero salimos del paso: resolvimos el problema mayor, quizá se nos ocurran nuevas frases que añadir al libreto, para declamarlas en la siguiente ocasión.

Los amigos más queridos pueden ser los mejores consejeros. Si les hablamos con sinceridad, tal vez nos ayuden a ensayar la próxima escena. Y están los libros: sus autores vivieron también momentos difíciles y a partir de sus reflexiones escribieron novelas, ensayos o poesía que nos aconsejan. Una buena película, de las que dejan estela en el pensamiento, es un excelente aliado.

Octavio Paz dejó dicho en su poema “Hermosura que vuelve” sus conceptos sobre verdad y fantasía:

“El telón de este mundo se abre en dos. / Cesa la vieja oposición entre verdad y fábula, / apariencia y realidad celebran al fin sus bodas, / sobre las cenizas de las misteriosas evidencias / se levanta una columna de seda y electricidad, / un pausado chorro de belleza”.

Con estos versos de nuestro poeta mayor, deseo a usted que fluya la belleza en cada escena de su vida.

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