La semana pasada me refería, en este mismo espacio, al ambiente generalizado de desconfianza hacia quienes realizan la peligrosa e ingrata tarea de defender derechos humanos. Sobre todo, en un contexto como el nuestro, donde éstos son observados como protecciones para las personas que el Estado puede desestimar cuando se trata de proteger bienes supuestamente más altos, como la seguridad, la estabilidad o la macroeconomía. Así, cuando se trata de mantener el control de la macroeconomía, no nos importa que se vulneren los derechos laborales y sociales de las y los trabajadores más pobres; cuando es el caso de buscar la seguridad de la ciudadanía, al Estado no le importa obtener confesiones bajo tortura o exhibir públicamente a los presuntos ejecutores de delitos; en el mismo sentido, muchas veces los gobiernos han recurrido a métodos violentos y desproporcionales a la fuerza de las y los manifestantes, cuando se trata de reprimir movimientos sociales que se apropian de los espacios públicos.

Hasta ahora, cuando ha ocurrido este último caso, distintas Comisiones de Derechos Humanos han alzado la voz y señalando que la protesta social constituye un legítimo derecho y que el Estado no tiene ninguna atribución para usar la fuerza desproporcionada y métodos disuasivos que vulneran no sólo este derecho, sino la integridad de las y los manifestantes. Lo preocupante, ahora, es que en nuestro país ya existe una norma que permite a un gobierno el empleo de la fuerza y la administración discrecional de los recursos legales para disuadir la protesta social. Me refiero a la así llamada Ley Atenco o Ley que Regula el Uso de la Fuerza Pública en el Estado de México, aprobada el pasado 18 de marzo por el Congreso de esta entidad federativa, y que entrará en vigor a finales de julio de este año.

¿Qué es lo que dice exactamente esta Ley? Aunque ésta reconoce el derecho de las personas a reunirse en espacios públicos para manifestar sus opiniones políticas de manera pacífica, también otorga a las fuerzas del orden público facultades que antes no tenía. En primer lugar, la Ley autoriza el uso de armas potencialmente letales cuando se considera que la vida de alguna autoridad o ciudadano corre un real riesgo. También se autoriza el uso de esposas rígidas, semirrígidas, de eslabones, candados de pulgares y cinturones plásticos, bastones, toletes, dispositivos que generen descargas eléctricas, inmovilizadores o candados de mano, así como sustancias irritantes en aerosol. Adicionalmente, se establece que las autoridades administrativas o judiciales podrán convocar a elementos de la fuerza pública para realizar desalojos, lanzamientos, embargos o ejecución de resoluciones. Evidentemente, las fuerzas del orden necesitan garantizar la seguridad de todos y todas, al tiempo que ellos y ellas mismas se protegen de posibles afectaciones a su integridad. El problema con la Ley Atenco es que no establece criterios objetivos para la aplicación de estas medidas y deja buena parte de su aplicación a la decisión de la autoridad en el momento de la contingencia.

Una ley que autoriza el uso de la fuerza contra la ciudadanía que se manifiesta públicamente en contra de lo que ellos y ellas consideran una violación a sus derechos o una injusticia, al mismo tiempo debería establecer criterios objetivos –no discrecionales– para su aplicación, así como mecanismos y recursos de revisión para que no ocurra la arbitrariedad total en su contra. La experiencia reciente nos muestra que los gobiernos no quieren ser acusados públicamente de corruptos o injustos, y que para este fin no dudan en usar la ley en contra de quienes se manifiestan. Es cierto que actualmente diversas fuerzas políticas y civiles están promoviendo un recurso de revisión de la constitucionalidad de esta Ley, pero mientras esto prospera, no podemos dejar de alzar la voz en su contra y de señalar que exigimos la defensa del derecho a la protesta pacífica y la defensa de derechos humanos sin cortapisas ni limitaciones irrazonables.

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