Se han publicado resultados de diversas encuestas de popularidad del ejecutivo federal, lo ubicaban en un promedio de 62% de aprobación contra 31% de desaprobación. Con ello lo empoderan y cree que su aprobación por la mayoría es un permiso para actuar sin más límite que su voluntad.

Si revisamos los resultados e indicadores de la gestión del gobierno Federal nos encontramos con cifras desalentadoras: casi 11 millones de mexicanos están en pobreza extrema y son los que reciben menos apoyos; un tercio de los hogares no pudo pagar renta o hipoteca; el sistema público de salud sólo cubre al 43% por lo que el gasto familiar en ese rubro aumentó 40%; 7 de cada 10 niños están expuestos a enfermedades infecciones y alrededor de 5 millones carecen de vacunación básica; según Unicef, en México hay cuatro millones de niños que no acuden a la escuela.

En este lapso, la pandemia del coronavirus mal gestionada ha llenado de enfermedad, luto y dolor a cientos de miles de hogares, la violencia y el crimen han alcanzado altos niveles, la economía se ha desplomado y permanece en el estancamiento, las empresas de todos tamaños no solo han cerrado sino que se enfrentan a diario con nuevos obstáculos para invertir, y servicios públicos esenciales, como la salud y la educación, enfrentan una crisis marcada por el subejercicio de recursos públicos y deserción escolar a escala masiva.

En un análisis que hace Luis Antonio Espino de las conferencias y mensajes del presidente, dice que los mexicanos aprueban al Presidente por la forma en la que utiliza el lenguaje como instrumento para controlar la percepción que la ciudadanía tiene de su persona y de sus decisiones. Así, ha conseguido que muchas personas lo evalúen no como un servidor público que tiene que dar resultados concretos, sino como un hombre providencial que está cumpliendo una misión superior: reivindicar a un “pueblo” victimizado que ha sufrido el abuso de los poderosos durante muchos años.

El Presidente adapta los hechos a una narrativa demagógica, los reduce a un relato de “buenos” “el pueblo” luchando contra “malos” “las élites”, relato que forma la base de un discurso emocional, polarizador y lleno de falacias retóricas, lo que le permite evitar la rendición de cuentas.

En una actitud descontrolada utiliza al poder Legislativo, al Tribunal Electoral, a la Comisión de Derechos Humanos y demás instituciones y organizaciones para confundir y manipular a la sociedad. Ante las crisis, niega la realidad, minimiza la situación y elude su responsabilidad, buscando siempre preservar su imagen como un “líder infalible”, y hacer que la gente piense que sus “adversarios” son los “culpables” de todos los males del país.

Ha atentado contra el ámbito académico y de educación, deslegitima a toda fuente de conocimiento, información y crítica, con el fin de ser la única voz autorizada en el debate público, evita la evaluación objetiva de sus resultados y hace a un lado a quien puede ser un contrapeso intelectual al ejercicio de su poder.

Manipula el lenguaje para erigirse en el único poder legítimo, usando la palabra como instrumento para debilitar las instituciones democráticas, destruir la reputación de los opositores, centralizar el poder y convencer a la mayoría de que él es la única persona capaz de gobernar México.

Desconoce la filantropía y su gobierno emprende una ofensiva en contra de organizaciones conformadas por personas preocupadas por alguna vertiente del sufrimiento humano, algo no anda bien con su sentido de empatía.

Recordemos el cuento “El traje nuevo del emperador”, que a pesar de que nadie veía el lujoso traje, se apresuró a decir:—¡Magnífico!

¡Soberbio! ¡Digno de un emperador como yo! Su séquito comenzó a aplaudir.

Más allá de López Obrador, derrotar a la demagogia es el verdadero desafío histórico de nuestros tiempos.

Expresidente municipal de Querétaro y ex legislador. @Chucho_RH

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