Con más de 8 millones de casos confirmados y de 460 mil muertes reportadas al día de hoy, la pandemia por COVID-19 es considerada por muchos como el principal reto que el mundo ha enfrentado desde la segunda guerra mundial. No creo que sea exagerado plantearlo en esos términos. Y es que no se trata tan sólo de un problema de salud pública, aunque lo es, y muy grave. Sus consecuencias en los ámbitos social, económico, político y ambiental no pueden aún estimarse con precisión, pero por lo que ya se sabe y lo que se anticipa estas serán muy serias.

Desde la perspectiva de la Organización Mundial de la Salud (OMS) estamos entrando en una “fase muy peligrosa”. Ojo, el lenguaje que se utiliza en el Sistema de las Naciones Unidas es más importante de lo que parece a simple vista. Hay datos empíricos que sustentan la alerta. En las últimas dos semanas el número de casos reportados ha aumentado en 81 países, contra 36 que han documentado una disminución. El SARS-CoV-2 sigue diseminándose y la mayoría de la población sigue siendo susceptible de contagiarse. Que la mayoría de los casos se encuentren ya en el continente americano es prueba irrefutable de ello.

La pandemia ha tenido diversos epicentros en estos meses: Wuhan, Irán, el norte de Italia, Nueva York, ¿quién sigue? ¿Alguna región de América Latina? China y Corea del Sur habían cantado victoria creyendo controlar la contingencia, pero se precipitaron al hacerlo. Hay evidencia de nuevos brotes tanto en Beijing como en Seúl. Algo similar ocurre en India y Pakistán, pero también se observa una tendencia al alza en el número de casos confirmados en países con sistemas de salud robustos, y que parecían haber alcanzado un equilibrio razonable como Israel, Suecia y Costa Rica, entre otros. Se entienden el hartazgo de la gente, la presión política y las necesidades económicas, pero no hay que darle vueltas: el tema no está resuelto y no se ve para cuando. Por eso digo que no es exagerado el planteamiento sobre la gravedad del problema que enfrentamos.

La OMS nos alertó por primera vez de “un misterioso brote epidémico” el 4 de enero. Outbreak, así intitulé, en estas mismas páginas mi primera entrega sobre el tema unos días después. Había entonces 80 muertos y dos mil personas afectadas en apenas 11 países. Poco tiempo después la OMS confirmó que se trataba de una “emergencia global”. Una alerta importante a la que no se le dio suficiente importancia. La OMS fue fundada en 1948 como un organismo técnico. Actualmente la integran 194 estados. Sus alertas son sólo eso, y no siempre se les da la importancia a que merecen. En cualquier caso, sus declaraciones no tienen efectos vinculatorios, no obligan. Pienso que es parte de sus debilidades, sobre todo, cuando se trata de una contingencia tan grave como esta. De ahí la importancia de que ciertos temas de salud pudieran estar más en el resorte del Consejo de Seguridad (CS) de la ONU. No para debilitar a la OMS sino para fortalecerla. La alerta debió enviarse no sólo a los estados miembros sino también, de manera directa y puntual, al propio Consejo para que este tomara cartas en el asunto. Las decisiones del CS sí tienen carácter vinculante. Obligan más, comprometen legalmente. Pero no todos coinciden en que una pandemia como la del COVID-19 sea un asunto de seguridad global. Yo creo que hay elementos suficientes para argumentar que sí lo es. En todo caso, la discusión apenas empieza.

El hecho incontrovertible es que no estábamos preparados para afrontar una crisis de esta magnitud. Además, hay que reconocer que esta no es la primera llamada. En los últimos 30 años hemos sido testigos de brotes epidémicos de graves consecuencias, aún cuando han sucedido en escalas diversas y poblaciones diferenciadas. Tal fue el caso del VIH/SIDA, el Ébola y el SARS, entre otros. Nadie puede descartar una nueva epidemia en el futuro que rebase a la actual en intensidad o gravedad. La ONU debe actuar con mayor decisión, con medidas preventivas más eficaces y esquemas de reacción más rápidos, que no vulneren la soberanía de los países pero que le permitan actuar sobre la base de un principio fundamental: un brote de una enfermedad transmisible en los tiempos actuales es una amenaza a la salud de todos, sin excepción. Es una amenaza global.

No hay tampoco tantas opciones. Hay que estar prevenidos, prepararnos y asumir el compromiso de la cooperación solidaria internacional. La globalización, la urbanización, el daño ambiental, la movilidad y la interdependencia de nuestra vida cotidiana, se vuelven todos ellos factores de riesgo ante un brote epidémico. Si a ello se agregan sistemas de salud frágiles, rebasados por una intensa carga asistencial, los altos costos de la atención médica y presupuestos insuficientes, podremos ver la verdadera magnitud del desafío que tenemos por delante.

Los problemas globales requieren soluciones globales. Las soluciones locales, por más efec tivas que sean, no bastan. De ahí la importancia de la colaboración internacional, del multilateralismo como esquema de trabajo coordinado y solidario. Necesitamos también más ciencia, mejores políticas y un uso más eficiente de los recursos materiales y humanos. Los ventiladores son necesarios, pero de poco sirven si no hay quién sepa usarlos. Las vacunas, cuando lleguen, deben ser asequibles para todos. Lo mismo se puede decir de los sistemas de inteligencia epidemiológica que emitan alertas oportunamente y nos permitan reaccionar en tiempo real. Pero ¿cómo lograrlo cuando más de la mitad de la población mundial sigue sin conectividad a internet?

Me resulta difícil pensar que la OMS, con su actual estructura, su presupuesto (corto para la magnitud de su tarea) y su propia carga burocrática pueda por sí misma responder a retos tan complejos, que rebasan el ámbito de la salud pública. Pero lo peor que podemos hacer es debilitarla, y menos ahora, en medio de una pandemia que lejos de apagarse, sigue creciendo. La OMS tiene logros inobjetables en su haber. La erradicación de la viruela y la eliminación de la polio, entre otros. Pero también ha tenido errores y no tiene caso ocultarlos. Creo que tenían elementos suficientes para declarar la pandemia por COVID-19 un poco antes del 11 de marzo y para reconocer con mayor anticipación que la transmisión asintomática no era tan rara; sin embargo, nada de eso justifica que se le retire el subsidio o se le acuse de ocultar información. Creo que no lo hace, por principio, y sería difícil que pudiera hacerlo. La mayoría de sus decisiones son colegiadas. Sus comités son rigurosos e imparciales, me consta.

A cada país le toca hacer su parte y hay que ayudar a los más débiles a que lo puedan hacer cada vez mejor. Y en eso también la OMS ha jugado un papel importante. La OMS depende, en principio, de la información que los países le mandan. Muchos países temen represalias comerciales o económicas, y pueden estar tentados a minimizar la magnitud de sus problemas. Más que amenazas pienso que estos países requieren garantías y apoyo. Nadie mejor que la propia OMS para hacerlo. Hay que revisar los métodos de trabajo y conferirle mayor autoridad, mejores herramientas y más recursos.

Pronto se establecerá “El día internacional para la Prevención de las Epidemias”. Tengo la impresión que seleccionarán precisamente el 11 de marzo. Me parece bien, nos va a ayudar a ser más conscientes de todo lo que ello implica. Ojalá no se quede en una fecha conmemorativa, que recuerde a los muertos y honre a las y los héroes de esta pandemia, que sin duda lo merecen. Pero ocurre que estamos frente a fenómenos muy complejos e interconectados que requieren más que de una fecha emblemática, de una reestructura institucional a varios niveles: local, regional, internacional y global. No está fácil pero más nos vale empezarla cuanto antes.

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