Recibí un correo perturbador: ex compañeros de la universidad invitan a la fiesta para festejar 25 años de la generación y desde ese día no he podido dormir bien.

Despierto bañado en sudor por las madrugadas, sueño con sombras que me persiguen y que hay zombies con camisetas del equipo de los Pumas de la UNAM escondidos debajo de mi cama.

El mensaje dice, palabras más, palabras menos, que se aceptan propuestas para el menú: sopa aguada o arroz, que si quieren música grabada o grupo versátil, que si habrá cumbias o rock, que si la vestimenta será formal o de negro.

Por muy ex compañeros de pupitre que hayan sido, es extremadamente raro que gente que no has visto en 20 años, personas que no tienes la menor intención de verlos en los siguientes 20, te pregunte, de la noche a la mañana, si quieres comer sopa aguada o arroz blanco.

Es como si hubieras vivido dos décadas con alguien y no te hayas dado cuenta que la señora de la casa se fue hace mucho tiempo, que la mujer agarró sus cosas, sus hijos, el perro, y te dejó una nota sobre la mesa: “Pagas el gas, se deben dos meses y de paso ¡te vas al diablo!, o a la casa de tu mamá, que es lo mismo”.

Tan surrealista como cuando vas caminando tranquilamente en la calle, pensando en el mejor argumento para no lavar los trastes de la mañana, cuando aparece un tipo mal encarado y te dice: “¡Cómo estás pinche 2! ¡Queeeeeé güeeé!, no te acuerdas de mí!”

Haces cuentas y descubres que han pasado 20 años, que efectivamente no recuerdas tener amigos que se viste como sicario del señor Chapo Guzmán y que hacía mil años que nadie te llamada “Pinche 2”.

Pertenecí a una generación donde todos tenían como sobrenombre el número que ocupabas en la lista de asistencia. El profesor se pasaba por el arco del triunfo las teorías de Freud sobre la construcción de la personalidad en la adolescencia y te reducía a un simple número.

El problema cuando eres un número es que nunca puede superarte, es decir que nunca serás “El pinche 3”. La ventaja es que tampoco pueden degradarte y ser “El pinche 1”. Estás condenado de por vida a ser “El pinche 2”.

Total, que recibo la invitación y de inmediato borro el mensaje, procedo a vacíar la papelera, reseteo la computadora y trato de olvidar lo sucedido; pero no sucedió.

Viene a la memoria la última vez que alguien quiso organizar una fiesta de generación.

Vas a la reunión y descubres que la chica de la universidad, esa hermosura a la que tanto le rogaste para que anduviera contigo, terminó casada con un tipo más feo que tú, más panzón que tú y más torpe que tú.

Luego están los ex compañeros de clases que no encontraron nunca un trabajo relacionado con la carrera, pero montaron una papelería en su casa y ahora se auto definen como “emprendedores”.

Que el gordo amanerado que tanto mal te caía sigue siendo un gordo amanerado y te todavía te cae mal.

Te das cuenta que ser parte de “una generación de la universidad” muchas veces no tiene sentido, que son gente con la cual compartiste un trozo de tu vida y nada más; conocidos, muchos de ellos, que te son tan indiferentes como una boletera del metro en la ciudad de México o la cajera de un banco.

Descubres que tu ex compañero, el que era tu mejor amigo, está en el mismo trabajo de siempre y no tiene dinero para tomar un taxi; te pide prestado para poder regresar a su casa y descubres que también estás en el mismo trabajo de siempre y que tampoco traes dinero.

Deciden entonces caminar juntos rumbo al camión hablando de los años maravillosos de la universidad y diciendo cosas tan absurdas como: “¿Te acuerdas cuando queríamos cambiar el mundo”. FIN

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