Hace casi tres años, en un libro que nadie leyó, escribí las siguientes líneas con mi colega y amigo Jaime López-Aranda:

“La apuesta no puede ser por las soluciones grandotas, por la estrategia nacional perfectamente geométrica que atienda todo el fenómeno de la seguridad desde todos los ángulos. La jugada tiene que pasar más bien por las soluciones concretas a problemas específicos, construidas desde lo local, descubiertas a punta de ensayo y error.”

¿Qué tipo de soluciones concretas nos imaginábamos entonces? Algo como lo que está sucediendo en Morelia desde hace dos años.

En 2015, la presidencia municipal de la capital michoacana fue ganada por un candidato independiente, Alfonso Martínez. El nuevo alcalde procedió a nombrar como Comisionado Municipal de Seguridad a Bernardo León Olea.

Bernardo León ha sido muchas cosas en la vida. Es abogado y politólogo. Sirvió en la Presidencia de la República en el gobierno de Vicente Fox. Ha publicado varios libros sobre seguridad pública y justicia penal. Ha imaginado, tal vez más que cualquier otro mexicano, formas creativas de reorganizar el brazo coercitivo del Estado.

Y ahora, gracias al nombramiento audaz del alcalde Martínez, ha podido pasar de la teoría a la práctica.

Recibió un cascarón y ha construido una policía. Al asumir el cargo, la policía municipal de Morelia tenía 120 elementos. Para finales de 2017, ese número se había más que sextuplicado, aumentando al mismo tiempo las remuneraciones y la capacitación de los agentes.

Esa policía más grande, más capacitada, mejor pagada se ha lanzado a las calles a construir una relación con la comunidad. Ha puesto en práctica una política de proximidad social, con visitas proactivas a viviendas, negocios y escuelas. Entre los nuevos policías de Morelia, hay psicólogos y trabajadores sociales, entrenados para realizar labores de mediación en conflictos domésticos y vecinales.

En misma línea, la policía de Morelia se ha convertido en receptora de denuncias: en algunos delitos ya recibe más casos que la procuraduría del estado.

Como parte de esa política, han construido tres centros de atención a víctimas (CAV). En los CAV, se proporciona atención psicológica, médica y jurídica a las víctimas de delitos. Se reciben denuncias, se otorgan servicios de mediación y se da seguimiento a los casos.

La policía de Morelia es además la única corporación, de cualquier nivel de gobierno, que mide su desempeño con encuestas de victimización y que tiene como objetivo explícito disminuir la cifra negra. Es decir, quieren más denuncias, no menos. Eso, en el contexto mexicano, es revolucionario.

El modelo es aún reciente, pero ya hay resultados que mostrar. En el primer año, la tasa de victimización (medida por encuesta) bajó de 35 mil a 26 mil víctimas por 100 mil habitantes. Contrario a lo sucedido a nivel estatal y nacional, la tasa de homicidio en Morelia ha disminuido en los últimos dos años, de 19.4 a 17.2 por 100 mil habitantes.

En 2015, de acuerdo a datos de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del Inegi, Morelia era la cuarta ciudad con mayor percepción de inseguridad en el país. En septiembre de 2017, ocupó el lugar 28 de 59. Y la confianza en la policía municipal evolucionó en el mismo sentido: del fondo a la parte superior de la tabla.

En resumen, hay en Morelia un modelo de construcción de seguridad que no necesita transformaciones jurídicas radicales, adaptado a las circunstancias nacionales y que da resultados en el corto plazo.

Y, lo mejor de todo, no tiene colores partidistas.

Todos los candidatos y aspirantes harían bien en dejarse de fantasías y darse una vuelta por Morelia. Allí está el futuro.

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