“El poder de los príncipes es débil cuando dejan de respetarlo sus vasallos”, escribió Juan De Mariana; conceptos aplicables a Carlos Salinas de Gortari y Diego Fernández de Cevallos. Ambos, identificados en el pretérito no lejano y por lo tanto archivado en el colectivo nacional, por haber sido sendos líderes de sus partidos. A Diego lo he visto una vez en mi vida, en el Real de Minas en los 90s en un evento político. Uno de sus sobrinos, en un curso sobre Derecho del Trabajo que impartí en una universidad privada, supe que, siendo niño al no obedecer sus primeras instrucciones, lo sustraía de la alberca a bastonazos, lo que habla de su carácter. A Carlos intenté contactarlo a través de Carmen Balcells (+) y darle mis comentarios respecto a lo afirmado en su libro Democracia republicana: “A lo largo de la historia de las organizaciones sindicales, los trabajadores que ocupan una posición estratégica han demostrado una especial capacidad[…] gracias al enorme poder implícito en la posibilidad de detener labores…”; mis acotaciones: la huelga de trabajadores no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar la Justicia Social y de aquí se desprende con claridad, su pensamiento neoliberal.

Ambos me intrigan en un solo aspecto: Qué es mayor ¿Sus inteligencias o fortunas?, con la certeza de la soledad de sus vidas, vacío espiritual e insaciable apetito de poseer bienes materiales; son tan pobres, que lo único que tienen es dinero (“Vanidad de vanidades” El Eclesiastés). La cloaca destapada en Pemex y otras instituciones, es el aperitivo, pues vendrá el plato principal. “Cayendo” Carlos, arrastrará a Diego, pues está en su naturaleza desconocer a sus antiguos incondicionales y, hoy está de moda “intentar limpiar nombres”; tal es su importancia, que aún estiman poseer un prestigio al cual rendirle tributos. Diego a la sombra del primero y éste, utilizando al segundo para sus intereses propios y familiares. A cada uno de ellos, como lo escribió García Márquez en El otoño del patriarca les aplica: “Porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre…agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del balandrán de la muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo…y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”.

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