Militares acompañados por perros de orejas aguzadas buscan fosas clandestinas en lo que, hasta hace unos días, fue el penal de Topo Chico, uno de los peores, de los más temibles de México.

Se escuchan ladridos y golpes de marro contra el concreto. El penal fue fundado en 1943. A lo largo de 76 años desfilaron por sus celdas más de 300 mil personas. Huele a podredumbre y caminar entre sus celdas abandonadas provoca una sensación de opresión.

Quedaron ahí, en asfixiantes galerones que albergaron decenas de internos, colchas mugrientas, trastos de cocina, retratos de mujeres sensuales, imágenes de santos pegadas en las paredes… altares negros, inquietantes, dedicados a la Santa Muerte.

Las autoridades penitenciarias de Nuevo León intervinieron el penal por sorpresa en marzo pasado. Dos videos capturaron el momento en el que, tras los muros de una celda, aparecieron envoltorios con drogas, con armas y con teléfonos celulares.

El operativo culminó con el hallazgo de una R-15 con siete cargadores abastecidos, cinco pistolas 9 mm, cientos de “puntas”, cuchillos y navajas. Ahí apareció también un disco duro en el que estaba el registro de cada uno de los internos.

La información que había en aquel disco la habrían envidiado, tal vez, los cuerpos de inteligencia del gobierno mexicano:
“José Guadalupe ‘N’. Violencia familiar. Tentativa de feminicidio”. Seguía el nombre y el teléfono del padre y de la madrastra; seguía la dirección de la “tía Elva”; aparecían acotaciones como la siguiente: “Es minero y tiene un Bora blanco. El papá era policía”.

La ficha se completaba con los domicilios de cada uno de los familiares mencionados. Había fotos, incluso satelitales, de las casas. Y al final venía esta acotación: “Aporte $100,000. Están en proceso los 100,000. Van a hipotecar la casa”.

En aquel momento había en Topo Chico 2,649 personas privadas de la libertad. Los Zetas, organización criminal que se hallaba en poder absoluto del penal, tenían a la mano la información de cada uno de los internos. Desde el momento mismo de su ingreso, los interrogaban, les revisaban la ropa, se enteraban de la vida de sus familiares. Según sus recursos, les asignaban una cuota de ingreso —algunas sobrepasaron los 120 mil pesos—, y luego les fijaban una cuota mensual: el precio de su sobrevivencia en un lugar que un funcionario definió como “del olvido de Dios”.

A lo largo de los años, reinó en Topo Chico la voluntad de diversos líderes criminales. Jorge Elizondo, El Charal; Iván Hernández, El Credo; Juan Pedro Saldívar, El Z-27; Julio César Pardo, La July.

El Charal, por ejemplo, tomó posesión de un dormitorio para 150 internos y se instaló en este con 30 miembros de su escolta personal. Su celda, ubicada en un segundo piso por razones de seguridad, no era una celda, sino un departamento en toda la extensión de la palabra. Tenía una puerta blindada, piso de mosaicos que querían imitar el mármol, y contaba con jacuzzi, peluquería, baño propio y un sistema de monitoreo que, a través de pantallas diversas, le permitía monitorear cuanto ocurría en el penal.

La entrada al dormitorio, en la que habían sembrado unas palmeras escuálidas, se hallaba permanentemente custodiada por varias decenas de hombres. Varios anillos de seguridad separaban al jefe del resto de la población. Las condiciones de vida de este grupo eran diametralmente opuestas a las de suciedad y hacinamiento en que vivieron el resto de los reclusos: en una bodega situada en las proximidades de “la zona siquiátrica”, los Zetas contaban con billar, futbolitos y cómodos sillones.

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