En tres oleadas asesinas que recorrieron el mundo entre la primavera de 1918 y el verano de 1919, la gripe española mató a 50 millones de personas. Ha sido la catástrofe sanitaria más aterradora que el mundo ha vivido en más de un siglo, y lo más aproximado a lo que el nuevo coronavirus ha traído a los habitantes del siglo XXI.

Lo que en 1918 parecía una simple gripe, terminó convertido en algo totalmente desconocido y siniestro. Personas que parecían sanas presentaban de pronto dificultades para respirar, y morían de un día para otro. La gripe pasó de ese modo por todos los lugares del mundo, y el mundo no volvió a ser el mismo después de la gripe.

Hoy nos preguntamos qué vamos a encontrar: cómo será “la nueva normalidad” cuando todo esto termine. En un siglo, nadie intentó indagar cómo se transformó el planeta tras la catástrofe de 1918. Finalmente esa pregunta se la hizo la escritora y periodista estadunidense Laura Spinney, en un libro poblado de revelaciones: El jinete pálido (Crítica, 2017).

“En 1918, si oías toser a un vecino o a un pariente, o le veías desplomarse delante de ti, sabías que era muy posible que tú también estuvieras enfermo”, escribe Spinney. “Nunca antes ni después he olido algo igual. Era horrible, porque había veneno en ese virus”, dijo una enfermera al referirse al olor de los enfermos. El rostro de algunos de estos llegaba a ponerse totalmente negro. Las escenas vividas por la gente tardaron años en borrarse.

Para colmo, a la pandemia le llevó años remitir: siguió apareciendo aquí y allá, matando gente hasta 1928. “La ciencia no ha sido capaz de protegernos”, cabeceó The New York Times.

Uno de los primeros efectos de la pérdida de confianza en la ciencia se reflejó en el auge que la medicina alternativa tuvo en los años 20: la gente se sometió a toda suerte de tratamientos novedosos, en un intento por borrar las secuelas de la epidemia, que muchas veces duraron para siempre: el compositor Bela Bártok quedó sordo de un oído; la aviadora Amelia Earhart padeció sinusitis por el resto de sus días; la escritora Katherine Anne Porter fue víctima de la ola de melancolía que sacudió al mundo tras la gripe, y reveló que desde su lecho de convaleciente la luz del sol le parecía incolora (el virus provocó discromatopsia en muchos enfermos, cuenta Spinney).

Todo esto fue lo de menos. La verdadera tragedia fue el desastre social que la gripe dejó atrás. Como se cebó sobre todo en hombres de entre 25 y 40 años, el mundo quedó lleno de viudas y de huérfanos. La autora cita un estudio realizado en Suecia que prueba que por cada muerte ocurrida en ese país, cuatro personas terminaron en albergues para pobres.

La influenza, dice Spinney, ensombreció las vidas de mucha gente. Medio millón de niños quedaron huérfanos en Sudáfrica. En el archipiélago de Vanuatu, en Oceanía, murió el 90% de la población y 20 lenguas nativas se extinguieron para siempre. En Alaska perecieron los chamanes y los viejos: al irse los depositarios del conocimiento, el pueblo quedó “cultural y espiritualmente paralizado”.

Durante la Segunda Guerra se comprobó que los reclutas que en 1918 estaban en el vientre de su madre eran un centímetro y medio más bajos que los gestados en otros años. Esa generación fue perseguida por la depresión, la melancolía y el hambre. Tuvo problemas para concluir los estudios y para obtener trabajo estable: murió de males cardiacos al alcanzar los 60 años.

Así que el virus de la influenza también dejó una generación perdida.

Ese año, las tasas de natalidad descendieron en todo el mundo. En la India cayeron 30%. Para colmo, el brote coincidió con la misteriosa epidemia de encefalitis letárgica conocida como “enfermedad del sueño”, que mató a millones de personas en el mundo y a otras las dejó en un perpetuo estado de semi-inconsciencia.

Asegura Spinney que la influenza del 18 eliminó a las personas menos sanas del planeta y creó una población más fuerte que luego de ese año comenzó a llevar al mundo a un estallido demográfico.
Aquella pandemia feroz, sin embargo, fue rápidamente olvidada. La gente siguió hablando de la Primera Guerra y de los soldados que regresaron de las trincheras para internarse en los manicomios.

De “El jinete pálido” que devastó al mundo quedaron solo algunas anécdotas: historias sepultadas en viejos diarios o en archivos cargados de telarañas.

Walter Benjamin escribe que los silencios públicos ayudan a dejar atrás las ruinas del pasado. Resulta extraño. Aunque nadie recordaba ya esa epidemia, el síndrome posviral condujo al mundo a una “nueva normalidad”.

No conocemos el desenlace que tendrá nuestro encuentro con el Covid-19. Tal vez en un siglo alguien reunirá en viejos documentos todas las cosas que el coronavirus cambió en el mundo.

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