“Abuela… déjame morderle a tu árbol”, supliqué  yo, ahí, toda vestida de azul, con florecitas blancas y un sutil encaje en las orillas.

“Mira niña, ya no comas eso o te van a salir lombrices”, me decía sentándome en sus piernas.

“Mejor te voy a contar un cuento”.

Me contó que después de que falleció mi abuelo en el ring de un paro cardiaco, en la noche se veía cómo una lumbre que se levantaba en el centro del mezquite, lo había visto mi tía Susana y  mi tía Licha, mi abuela  y un Tomás que aullaba por las noches si se quedaba en ese patio.

“Hace muchos, muchos años, antes que existiera la televisión y sólo había uno que otro radio, vivía en estas tierras Rosario con su marido. Antes hacía mucho calor, pues no había muchos árboles, mijita; los agrarios te quitaban tus tierras, tus animales, así sin más ni más, sin avisarte.

“Su papá le había regalado una parcela que le había ganado a don Romualdo en un juego de cartas; Juancho como lo llamaba Rosario, su mujer, salía a punta del primer rayo de sol a trabajar su tierra, ese agosto de 1930, iniciando su camino, salió cargado con su guaje  de aguamiel y otro de agua, tortillas de maíz echadas a mano embarradas de chile negro, una cazuela llena de frijoles con queso y una servilleta con  pan, sin sal, y todas las ganas de trabajar sus tierras.

“Rosario había tardado cuatro años en tener un chamaco, las gentes hablaban cosas de ella, antes no tener hijos era una falta muy grande, no era normal, era mal visto, era algo malo para él y para ella”.

A mi abuela le gustaba hacer cosas mientras me contaba cuentos, mientras picaba verduras para un mole de olla, siguió con su leyenda.

“Rosario se quedó en casa, moliendo el nixtamal y haciendo un atole de las ramas del mezquite del patio, le daba de comer a las gallinas y fregaba la ropa con agua revuelta de dos lavadas, el agua escaseaba, como la libertad, las palabras y la hierba verde.

“Mientras,  Juancho cosechaba sus zanahorias. Lo cual no es tan fácil, porque requiere cierto nivel de cuidado para arrancarlas todas, como se hace con los resentimientos y los pensamientos de pobreza; deben ser tomados delicadamente del tallo y tirar con decisión, con firmeza y sin miedo. Así, ese día Juancho cortó 160 zanahorias, una por una, cada minuto, cada hora por todo el día.

“Se acercaban las cuatro de la tarde, clavó su cuchillo artero en la tierra medio seca. Y para sacarlo, esta vez debió tirar más fuerte, viniéndose en la punta del cuchillo una tela rasgada. Desconcertado, abrió la bolsa, en ella encontró tres monedas llenas de tierra, eran tres monedas de oro, sus ojos no daban crédito a lo que veía, jaló la manta manchada de sangre seca y lodo, se la llevó al pecho mirando en todas direcciones y dejando todo atrás corrió a su casa.

“Regresó a cenar a su casa, se durmieron temprano, pues él se sentía muy cansado y le dolía un poco el pecho, esperaba ansioso el día siguiente para despertar con la noticia a su Rosario.

“Esa noche, Juancho cerró los ojos con una gran satisfacción, besando a su mujer y abrazando a su hijo único, cansado, satisfecho, feliz”.

*Artista visual, escritora y terapeuta

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