Cuidadosamente el rescatista se introducía en el hueco preparado para acceder al edificio derrumbado, con el cansancio, la adrenalina y el corazón en sus manos por salvar una vida, por escuchar algún sonido que le indicara la existencia de esperanza, por hacer la diferencia. En otro rincón de nuestro país, una maestra, un estudiante universitario y un funcionario público organizaban, marcaban y preparaban, en una plaza pública, víveres, cobijas, utensilios médicos y un pedacito de esperanza en un mensaje, en una nota escrita a mano y con el corazón. En algún departamento de la Ciudad de México, un discapacitado y sus hermanos se alistan para tomar el Metro y dirigirse al lugar que los medios y las redes sociales indiquen como más necesitado, para ofrecer ayuda; no hay limitaciones, sólo voluntad para sumarse al rescate, al consuelo de los lastimados, para alzar la voz no de manera estridente, sino por el contrario silenciosa, pero efectiva, de corazón. No lejos de la zona con mayores afectaciones por los sismos, rescatistas civiles y militares preparan un equipo canino de rescate y salvamento, el mismo que en variadas misiones —dentro y fuera de México— ha rescatado decenas de personas bajo los escombros; la esperanza es grande cuando se escuchan ladridos a lo lejos, cuando la multitud cierra el puño, no para exigir justicia, sino para escuchar esperanza, y trabajar de nuevo con mayor ahínco para acelerar el rescate de un sobreviviente más, para extender los esfuerzos del apoyo que junto a las incansables fuerzas militares mexicanas se ha entregado a nuestros connacionales en desgracia por los embates de la naturaleza que hoy nos cobra la factura de los abusos que le hemos infringido durante miles de años. Todos héroes silenciosos, individuos con historia y pasado, pero con un presente común, rescatar y reconstruir esos pedazos de México dónde se ha presentado el infortunio.

A cientos de kilómetros de la zona de desastre de la CDMX, municipios afectados de Oaxaca, Chiapas, Morelos, Puebla, Campeche, entre otros, viven escenas similares, sufren por las inclemencias del tiempo y se preparan para la reconstrucción física y moral tras la furia de la naturaleza que pasó por sus calles, por sus plazas y que dejó atrás desolación y la esperanza de que nunca es tarde para comenzar de nuevo.

¿Cuál es la reflexión detrás de todo esto?, ¿cuál es el mensaje que una y otra vez debemos entender cuando el infortunio, la adversidad o la desgracia toca a nuestras puertas? Mi simple respuesta: juntos hacemos la diferencia, juntos somos una nación invencible, nuestra solidaridad siempre da muestras de su efectividad, pero tristemente más ante el infortunio. ¿Por qué no lo hacemos cuando las cosas están bien, cuando la belleza de nuestro país nos reclama cuidarla y protegerla, cuando vemos que nuestros paisanos sufren de vejaciones por su origen, condición social o región de procedencia, por qué no alzamos la voz ante la corrupción que azota muchos rincones de nuestro país mucho más que cien terremotos?, ¿por qué seguimos permitiendo abusos de poder?, ¿por qué tenemos que ser el México que nos merecemos, solidario, desinteresado, trabajador, respetuoso y disciplinado, en su mayoría de las veces, sólo ante el infortunio?

Este México de nuestras desgracias, este México de solidaridad, de bondad, trabajo desinteresado, de compromiso con cualquier mexicano o extranjero, de voz y gritos de silencio, de héroes sin capa, de instituciones, de dolor y sacrificio; este México de momentos buenos y malos, alegres o retadores, francos y sombríos, este México es el que necesitamos todos los días, para reconstruir a nuestro país desde sus cimientos.

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