La Antropología ha sido considerada desde sus inicios como la ciencia del “otro”, de lo diferente y de lo distante. En una palabra, de la otredad, a la que ayer el papa Francisco se refirió en su visita al estado de Chiapas, y que ha sido uno de los pilares fundamentales de la argumentación teológica de su pontificado: la Iglesia de los pobres y por los pobres. Una propuesta dura, que pone a prueba la caridad del catolicismo, que a muchos deja incómodos y que en lo privado la califican de cercana a la corriente de la Teología de la Liberación —desterrada por los pontífices anteriores—, pero que al paso del tiempo aún subsiste en Centro y Sudamérica, ya sin el elemento marxista que ha sido sustituido por el pluralismo antropológico y jurídico de los pueblos indígenas, que se presentan como lugares desconocidos o distintos al mundo generalmente identificado, sitios que guardan respuestas para lagunas del conocimiento y como fuentes de inspiración para la concepción del mundo, la creación artística y hasta para la crítica social, como lo escuchamos ayer mismo.

Bajo este contexto analítico, Jorge Mario Bergoglio puede catalogarse en la praxis de la teoría antropológica. Siempre ha basado su práctica en ir a algún lugar, preferiblemente geográfica, moral y socialmente distante de la metrópolis teórica y cultural del antropólogo. Salir de la Curia Romana a la periferia de la Iglesia. No sólo de su Iglesia, sino de todas las Iglesias con las que coexiste hoy el catolicismo en un mundo complejo y en constante tensión de violencia derivada, entre otras cosas, por las creencias religiosas. Inclusive de aquellas religiones sin dios, como califica Dworkin la posibilidad y la necesidad de creer en el mundo moderno, o la denuncia tan clara que hacen autores como Huntington y Nuss-baum de las posturas extremas a las que está llegando el mundo con las desavenencias religiosas. Un choque de culturas exacerbado por los fanatismos y que va más allá de Occidente y Oriente, porque incluye a los pueblos indígenas de América y África.

Esta distancia literal de la propia sociedad, y este acercamiento a nuevos mundos, permiten no sólo un conocimiento de nuevas costumbres y culturas, sino una reflexión sobre la sociedad de la que se es originario. Este viaje hacia otro lugar, como experiencia de campo en latitudes distantes de la propia, hace que el viaje se constituya como un elemento central en la producción de nuevos conocimientos válidos para alcanzar consensos y acuerdos. A título personal, me parece que el papa Francisco nos da herramientas metodológicas que bien pueden llevarse a lo social y a lo político; pues no requerimos ir en busca de las sociedades distantes y extrañas, salvajes y bárbaras al otro lado del mundo, sino que necesitamos buscar la otredad en el análisis de la propia sociedad, en estudios de género, grupos vulnerables urbanos, la vida rural y grupos étnicos o indígenas; las periferias o las ciudades perdidas, que abundan a lo largo y ancho de la geografía mexicana.

En todo el país, y Querétaro no es la excepción, los políticos y gobernantes requieren despojarse de la soberbia; volver la vista a la otredad: no todo es la ciudad capital, ni la hegemonía de quienes piensan como ellos o militan en el mismo partido; hay barrios periféricos; grupos vulnerables; pensamientos encontrados, pero no por ello incorrectos; comunidades rurales que parecen estar excluidas de la vida municipal, sólo por ser “el otro”. Un error que cada tres o seis años se repite por las autoridades que piensan que inventan el hilo negro, autoridades que caminan a pasos atropellados y erráticos, y bajo la consigna: ¿Estás conmigo, o estás en contra de mí?

Valdría la pena reproducir las palabras del papa Francisco en su homilía del domingo pasado en Ecatepec, para que les quede muy claro a los gobernantes y políticos queretanos que: “La vanidad, esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación continua y constante de los que ‘no son como uno’. La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama que no perdona la ‘fama’ de los demás, ‘haciendo leña del árbol caído’, va dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la ‘común vida de los mortales’, y que reza todos los días: ‘Gracias te doy Señor porque no me has hecho como ellos’”.

La soberbia, la vanidad y el orgullo son tres signos recurrentes en los hombres del poder político, de quienes fueron y de quienes son ahora. No hay duda, si las sociedades aspiran a ser democráticas en todos sus niveles como lo propuso Bobbio, entonces deben exigir que sus gobernantes asuman una verdadera calidad democrática, que sea tolerante a la crítica, respetuosa de las ideas divergentes, dispuesta al diálogo y no impositora del monólogo autoritario; pero sobre todo, que salga a la periferia en búsqueda de la otredad en su propio territorio material e ideológico, para dialogar con los “otros”, inter pares, sin ataques pero con ejercicio argumentativo de valor.

Abogado y profesor en la Facultad de Derecho de la UAQ

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