Las democracias no mueren a manos de un autócrata o de un dictador que las destruye en solitario, las democracias siempre mueren por la complicidad, negligencia, ignorancia e ingenuidad de toda una generación.

Sabino Bastidas Colinas

Lo que el presidente López Obrador está construyendo en México —con el respaldo sumiso de sus mayorías parlamentarias, el beneplácito de anchas franjas sociales mantenidas por sus programas sociales y la indolencia del resto— es un autoritarismo tardío y primitivo.

Tardío porque parece un remedo de los días del presidente todo poderoso, con un Congreso dócil, una prensa sometida y, en lugar de ciudadanos, una mayoría de súbditos. Y primitivo porque no usa ese poder —como ocurrió en la década de los 60 del siglo pasado— para lograr un crecimiento vigoroso que redujo la pobreza y ensanchó las clases medias, sino para lo contrario: el estancamiento o la recesión económica, la devastación de instituciones, la asimilación de los mexicanos (aunque no a todos) hacia abajo para construir La República de los pobres.

El pasado 22 de abril, en una sesión del pleno de la Cámara de Diputados que se prolongó hasta la mañana del 23, se consumó un atraco a la Constitución que permitirá prorrogar el mandato del ministro Arturo Zaldívar y de algunos consejeros de la Judicatura y, lo más grave, sienta las bases para, con un argumento similar (“el hombre necesario”), justificar la prórroga del mandato del presidente López Obrador, después de todo, seis años no alcanzan para cimentar una transformación de gran calado y solo hay un hombre capaz de concluir esta tarea titánica.

Para justificar este atropello, el diputado Ignacio Mier, coordinador de la bancada de Morena, en un discurso patético, hizo la exégesis de la palabra de Andrés Manuel: entre la justicia y el derecho, dijo, hay que optar por la justicia, como la defina el patriarca.

Cualquiera que sea la categoría que mejor defina lo que está en construcción, lo cierto es que se trata de un régimen que a zancadas se aparta de la democracia. Y en esa ruta se inscribe un dato inquietante: el empoderamiento de las fuerzas armadas, tanto poder y tantos negocios parecen estar comprando su lealtad. ¿Para qué?

En 1920 Álvaro Obregón llegó a la Presidencia. Unos meses atrás la fracción más poderosa del Ejército traicionó al presidente constitucional. El levantamiento concluyó con el asesinato de don Venustiano Carranza. El caudillo había sido maderista, es decir, antirreeleccionista, sin embargo, una vez que padeció el embrujo del poder no resistió la tentación de regresar a la Presidencia.

Durante el mandato de su paisano y amigo Plutarco Elías Calles, los legisladores obregonistas promovieron dos reformas a la Constitución: una para alargar el periodo presidencial de 4 a 6 años y la otra para permitir la reelección no inmediata del presidente. Seguramente, una vez en el poder, una nueva reforma habría permitido la reelección sucesiva. Sin embargo, las balas de José de León Toral acabaron con el sueño reeleccionista del caudillo.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate

Google News