Estuve en Michoacán por trabajo. En la casa de la familia que me alojó había una niña de diez años, hija de la señora que hace la limpieza. Me sorprendió encontrarla allí, pues eran horas en que debía estar en la escuela. Le pregunté por qué y respondió: “No tuve clases, ayer desfilamos y nos dieron dos días libres”.

Pero pasados esos dos días, la niña seguía allí. La respuesta cuando pregunté por qué, fue que el último viernes de cada mes nunca hay clases porque los maestros tienen reunión.

Sin embargo, al empezar la semana, la niña seguía acompañando a su madre al trabajo. La respuesta a mi pregunta fue: “A los maestros no les han pagado, entonces no van a dar clases”.

Esta suspensión se prolongó durante varios días. La niña, me explicaron, es alumna de una escuela pública cuyos maestros “no dan clases porque reclaman que les paguen por los días que no dieron clases y que no les pagaron por dejar de dar clases”.

Una semana después, las clases se volvieron a suspender. La respuesta en esta ocasión fue que “no les dan plazas automáticas suficientes al salir de la normal”.

El día que tenía yo que regresar, la niña allí estaba. Ante mi pregunta de por qué, la respuesta fue: “No sabemos. Llegamos a la escuela y estaba cerrada, parece que los maestros se fueron a una marcha”.

Evidentemente, la niña de la que hablo no es la única en esa situación. Son miles los niños y jóvenes que encuentran cerradas sus escuelas.

¿Qué hacen durante todo el día? ¿Y qué hacen las madres que trabajan?

Las respuestas a la segunda pregunta fueron: se los encargo a mi mamá, le pago a mi vecina para que los cuide, pido permiso de llevarlos a mi trabajo, falto a mi empleo, los dejo solos en la casa y la mayor les echa un ojo.

Las respuestas a la primera pregunta fueron: se quedan viendo tele, van conmigo y me ayudan en los quehaceres de la casa donde trabajo, se salen con sus amigos.

Hablando con madres de hijos presos todas le echan la culpa de los “malos pasos” de sus muchachos a que estuvieron demasiado tiempo ociosos, andando en la calle con malas compañías, inventando qué hacer y haciendo y tonterías. Esto es algo que ellas no pudieron evitar porque no los podían vigilar, ya que tienen que trabajar.

¿Qué estamos haciendo?

Es muy sencillo: nuestros niños y jóvenes están perdiendo la oportunidad de un futuro mejor. Porque este no sólo consiste en aprender matemáticas, español e historia, sino también disciplina y responsabilidad. Y en lugar de eso están aprendiendo que se puede vivir sin obligaciones ni compromisos.

Escucho a quienes defienden las luchas magisteriales. Escucho las explicaciones, acusaciones y justificaciones de nuestros sistemas educativos. Escucho lo que dicen los expertos sobre las causas de la delincuencia. Escucho lo que dicen sobre las causas del atraso del país y de lo poco que se avanza en el combate a la pobreza. Escucho todo esto y lo confronto con lo que vi.

Sobre todo porque unas semanas después, mi trabajo me llevó a Estados Unidos, donde la familia que me alojó tiene dos niños de 6 y 8 años. Vi a todos salir corriendo de casa a las 7:30 de la mañana, porque los pequeños van a la escuela de lunes a viernes de 8.30 a 3.45 y los padres a sus empleos de 9 a 5.

Y me di cuenta de que nosotros estamos destruyendo el futuro de México. Al menos, el de millones de niños que nunca podrán salir de su pobreza ni mejorar su situación laboral, ni cerrar la brecha con los hijos de familias que sí están recibiendo educación formal, ni con los niños de otros países que les llevan años luz en conocimientos.

Escritora e investigadora en la UNAM.

sarasef@prodigy.net.mx

www.sarasefchovich.com

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