Más allá de las epopeyas biográficas que hoy dominan la historia oficial, hay dos hechos que han hilado el decurso de la vida política mexicana: el primero ha estado en el predominio de los aparatos de poder sobre las instituciones formales; al principio fue el de la Iglesia Católica, que llegaba hasta el último rincón del territorio de México, cuyo gobierno apenas nacía; después sobrevendría el aparato construido en el Porfiriato, que no sólo le permitió al dictador someter a los conservadores derrotados sino controlar todos los pasillos del régimen; más tarde, convertido en el Jefe Máximo de la Revolución, Plutarco Elías Calles hizo nacer el aparato que desembocaría a la postre en el PRI; y al nacer el siglo XXI, fueron las oligarquías partidarias las que se adueñaron de puestos y presupuestos. Parafraseando a Emilio Rabasa, ninguno de esos aparatos gobernó respetando las leyes sino sometiéndolas a capricho.

El segundo hecho que ha cruzado toda la historia de México ha sido el constante conflicto entre la periferia y el centro político del país. Ni siquiera durante los brevísimos momentos en que se ensayó el Estado unitario en oposición al federalismo, hubo tregua entre las élites regionales y los poderes centrales. Resuelto en la formalidad constitucional, el federalismo ha sido fuente inagotable de disputas y controversias desde el primer día de la patria. Sin embargo, los aparatos políticos usaron siempre a los ayuntamientos como uno de los recursos principales para librar esas batallas.

Parece contradictorio, pero así ha funcionado: el otorgamiento de mayores atribuciones y canonjías a los gobiernos municipales ha servido, con arreglo a las circunstancias de cada momento y de cada lugar, para contrarrestar las capacidades de los gobiernos de los estados y de los líderes regionales. De hecho, el estado nacional no habría podido emerger sin el respaldo oportuno de los municipios para aportar dineros, elementos armados, información táctica y legitimidad política a los distintos presidentes de la República que enfrentaron el desafío de un federalismo rebelde. Por raro que suene, los municipios nunca fueron el anclaje primigenio del federalismo; más bien, han sido la otra punta de las pinzas que han sujetado las ambiciones de las entidades federativas.

Empero, el conflicto federalista que hoy ha vuelto a emerger adolece de ese doble tejido: aunque esté en franco proceso de formación, el nuevo gobierno de la República todavía no consolida un aparato de poder propio, suficiente para frenar de un solo tajo la embestida de los gobernadores rebeldes ni tiene, tampoco, el respaldo de los gobiernos municipales. Por el contrario, esta vez los ayuntamientos se están colocando a favor de la revuelta en contra del centralismo porque éste les ha ido quitando recursos, cancelando programas y retirando apoyos. De modo que, esta vez, la ofensiva local viene respaldada por los alcaldes y los regidores: el más frágil de los eslabones de una cadena que puede romperse en cualquier momento, sin solución de continuidad.

Hay quien afirma que es absurdo defender lo que nunca tuvimos; y es verdad que en México siempre ha prevalecido el gobierno central. Pero se equivocan quienes desdeñan los alcances de este nuevo conflicto federalista, pues no están tomando en cuenta a los municipios; y cuando el río suena, es que agua lleva.

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