Hace algunas semanas, la Secretaría de Cultura federal apoyó la presentación en el monumento conocido como la Estela de Luz en la CDMX, de “un ritual tecnochamánico” que consiste “en una ceremonia de sanación con un paisaje lumínico y sonoro realizado con sensores de ritmo cardiaco, rayos gamma y el pulso del público asistente”.

En los comentarios en redes sociales, además de los enojos e insultos de costumbre, los usuarios le preguntaron a la secretaria del ramo dónde estaba lo cultural en esta actividad y en un diario de circulación nacional un editorialista se enojó muchísimo: “La Secretaría de Cultura no trabaja para la cultura, la difusión del conocimiento y el impulso de las expresiones culturales. Se entregan a los hechizos de los merolicos, a las fanfarronadas de los simuladores, a la ignorancia, a la incultura”. Y de plano lo tildó de “una muestra de estupidez, una payasada, lamentablemente hecha con dineros públicos”.

Hay sin embargo quien piensa diferente. Por ejemplo, un joven compositor para quien “la idea de que las instituciones públicas pueden decidir sobre los contenidos y que se piense que sólo lo que algunos consideran cultura eso es, me parece grave y peligroso. Igual lo es que se pueda opinar antes incluso de ver la obra. Los recursos públicos son para usarse en los espacios de arte y en los foros precisamente para allí generar reflexión, sin decidir desde antes si valen o no valen”.

Me parece interesante esta posición, porque en efecto, cada uno de nosotros supone que sabe exactamente lo que es cultura y exactamente qué debe hacer el gobierno cuando la promueve y apoya.

Y por eso una crítica de arte arremete contra la manera de entender el arte (y por lo tanto de elegir a los artistas y las exposiciones) de los encargados de museos en la UNAM, y vemos a los jurados de premios, concursos y becas considerar que existe una forma correcta de hacer música, literatura, pintura o danza y a esos los premia siempre, mientras que los demás se quedan fuera.

Pero la cultura es algo más amplio: es la expresión de lo que son, hacen, piensan y desean diferentes grupos y comunidades y por lo tanto, es muy diversa. Así, mientras para algunos la literatura son textos que muy pocos entienden pero que ellos aplauden, para otros lo son los best sellers con sus temas y lenguajes accesibles, o mientras para algunos solo la llamada música clásica cabe en el concepto de cultura y descalifican e incluso se burlan de otras, hay quienes las celebran y disfrutan.

Por eso en los años setenta del siglo pasado, Carlos Monsiváis se opuso al concepto cerrado de cultura que la concebía como “una entidad difusa a la que se atribuye la magia del conocimiento y el hechizo del arte” y aceptó el que la define como “una trama de significación, en virtud de la cual los seres humanos construyen e interpretan su existencia, asignan significados a sus prácticas, conducen sus comportamientos y acciones, interpretan sus experiencias y le dan sentido a su vida”.

Por eso, el concepto de cultura incluye a la ópera y a la tambora, a los cómics y las telenovelas, a todo tipo de películas y libros, a los modos de vivir, de vestir y de comer, al arte en todas sus expresiones, a las religiosidades y las maneras de creer.

¿Cuál idea de cultura debe apoyar el Estado? La respuesta es que al Estado no le corresponde decidir cuál es la cultura buena y mala, correcta e incorrecta. Su tarea es recibir proyectos bien fundamentados y darle oportunidad a todos.

En nuestra enorme diversidad como humanos, algunos queremos leer a Emiliano Monge y otros a Sofía Segovia; escuchar a Jorge Negrete o a Pavarotti, etc. Y sí, algunos también quieren hacer un espectáculo de tecnología en la Estela de Luz y otros quieren asistir a presenciarlo, porque para ellos eso es cultura.

Escritora e investigadora en la UNAM

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