La polarización atizada desde la presidencia, el conflicto poselectoral que promete escalar mientras los tribunales no aclaren y resuelvan las acusaciones de fraude, el riesgo de que aun después de esas decisiones persista el encono y se convierta en violencia de calle, sumada a la crisis de gobernabilidad del país por la mala conducción de la pandemia y de la depresión económica, son algunos de los desafíos que hoy enfrentan los Estados Unidos. Y esta vez los entendemos de sobra. De hecho, hacía mucho que no nos identificábamos tanto con nuestros vecinos.

Mientras escribía este artículo, los resultados anunciados por los medios de comunicación favorecían ya sin duda a Joe Biden y los parabienes de los jefes de Estado de otros lugares del mundo se iban acumulando. Machetazo a caballo de espadas: mientras el presidente de los Estados Unidos anunciaba el comienzo de una batalla legal y política para negar ese desenlace, para la mayoría de los gobiernos del resto del orbe –con excepciones tan ominosas como la mexicana—ya se daba por hecho que Donald Trump tendría que salir de la Casa Blanca. El gobierno del país que suele darse el lujo de decidir el destino de otros, esta vez se topó con el rechazo de los demás.

Por nuestra parte, después del caudal de ofensas y odio que promovió Donald Trump en contra de los mexicanos, resulta imposible no celebrar su derrota. De hecho, la decisión de la mayoría de los estadunidenses tendría que ser tomada como una oportunidad para desandar los despropósitos y las amenazas que impuso ese gobierno al de México en temas tan delicados como la migración, la seguridad de las fronteras, las relaciones comerciales y el combate al crimen organizado.

La humillación que vivió nuestro país con la amenaza de los aranceles del 2019 y la obligación de crear una frontera violenta para detener el flujo migratorio hacia los Estados Unidos, ya forma parte de las páginas más oscuras de la historia entre ambos países, apenas comparable con la perentoria y mal ejecutada orden de arresto contra Ovidio Guzmán en aquel inolvidable episodio de Culiacán, o con las condiciones impuestas para suscribir el T-MEC, incluyendo la presencia obligada del presidente mexicano en Washington, quien asistió sometido y obsecuente con la estrategia electoral del señor Trump.

La lista de agravios cometidos por el presidente republicano en contra de México es mucho más larga y, en conjunto, conformaría el mejor argumento para hacerle saber al nuevo presidente de los Estados Unidos la alegría que nos produce su triunfo. Empero, nuestro gobierno prefirió tomar distancia de la celebración inicial, curándose en salud: no expresará su beneplácito al virtual presidente Joe Biden sino hasta que se hayan agotado todos los recursos legales interpuestos por su adversario, porque nuestro jefe de Estado considera que efectivamente podría haber fraude en las elecciones de los Estados Unidos y opina que las felicitaciones del resto del mundo son “una cargada”. Si algo salta a la vista de esa actitud es la inequívoca amistad de López Obrador con quien, afortunadamente, muy pronto dejará de ser presidente de los Estados Unidos. Pero ese agravio seguirá resonando entre los demócratas vencedores, como escribió con rabiosa acritud el exembajador Jeffrey Davidow, hace apenas dos días: “Trump y AMLO son hermanos de diferentes madres”.

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