El embajador, en teoría, no interviene en la formulación de la política exterior, pues ello compete al Poder Ejecutivo. Aunque el diplomático sólo debe ejecutarla y aplicarla, su posición estratégica le brinda buenos márgenes de maniobra para influir, negativa o positivamente, sobre dicha política. En nuestras relaciones con Estados Unidos se ha dado lo uno y lo otro, pero principalmente lo primero. Joel R. Poinsett (1822-1830) sembró la semilla del intervencionismo, que alcanzó su clímax cuando Henry Lane Wilson (1910-1913) fue partícipe del asesinato del presidente Francisco I. Madero, y el racista James Rockwell Sheffield (1924-1927) obedeció más a los petroleros que a su propio gobierno. En fecha más cercana destacó la nefasta actuación del actor convertido en diplomático, John Gavin (1981-1986), quien acaba de fallecer y en su momento enturbió mayormente las ya de por sí difíciles relaciones entre los gobiernos de Ronald Reagan y Miguel de la Madrid. Muchos se extralimitaron en sus funciones y, por razones políticas, económicas o ideológicas, siguieron una agenda propia al margen de la de Washington.

En el lado opuesto, el exitoso esfuerzo de Dwight Morrow (1927-1930) para mejorar las relaciones con el gobierno de Plutarco Elías Calles, incluso ameritó se diera su nombre a una calle en Cuernavaca. A pesar de haber sido el secretario de Marina que dirigió la toma de Veracruz en 1914, Josephus Daniels (1933-1942) fue un eficaz mediador que contribuyó a que la expropiación petrolera del presidente Cárdenas, fuera aceptada pacíficamente. Durante la que erróneamente pensamos sería la última gran crisis bilateral, Charles Pilliod —que remplazó al conflictivo Gavin— fue factor clave para atenuar las tensiones entre Reagan y de la Madrid. En síntesis, como nuestros nexos binacionales inevitablemente transitan entre encuentros y desencuentros, los enviados de Washington desempeñan un papel decisivo para empeorar o mejorar las cosas.

Roberta Jacobson se suma a la lista de los buenos embajadores: a pesar de tocarle un muy difícil momento, se desempeñó con gran profesionalismo, esforzándose en atenuar los golpes de Donald Trump para evitar mayores daños a una relación mutuamente importante. Renuncia al servicio exterior —como lo han hecho muchos de sus colegas— al que dedicó más de 30 años. No cuesta trabajo entender las razones de su valiente decisión. El unilateralismo, bravuconería y antidiplomacia de Trump & Company están saboteando tanto lo creado por EU desde la Primera Guerra Mundial, como su posición, liderazgo, prestigio y popularidad, y ello no es compatible con los propósitos, valores y ética profesional de los diplomáticos de carrera. Como su política ha provocado que el Departamento de Estado —dirigido por un inexperto petrolero vapuleado y relegado por el propio presidente— sea suplantado por la camarilla de arribistas, ideólogos y familiares de la Casa Blanca, el servicio exterior está marginado, frustrado e incapacitado para cumplir su misión.

Ese grave problema —que no es privativo de EU ni de este momento— en gran medida se deriva de la diferente interpretacion de lo que son los intereses nacionales que la política exterior debe defender. Los diplomáticos de carrera ponemos el énfasis en la defensa de los intereses permanentes y vitales del Estado, en tanto que los políticos privilegian la defensa coyuntural de los intereses de su régimen, partido o ideología, confundiendo los intereses nacionales con los del gobierno en turno. Aunque intelectualmente la diferencia entre Luis XIV y Donald Trump es abismal, ambos comparten la megalómana idea autoritaria de que “el Estado soy yo”.

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