Desde una sala de espera comienzo a escribir este texto. He pasado cinco días en una ciudad a la que sabía que sería difícil volver, porque las historias viajan con nosotros hasta el lugar de su origen.

Estos días varias preguntas comenzaron a desbordarse del pequeño espacio destinado al análisis de las emociones y los afectos —en un intento por no definirlos solamente como amor—. Pensar en todos estos cuestionamientos en una ciudad en la que no se vive, permite establecer otro tipo de conexiones y distanciamientos. Desde la discusión dating in a digital age, comencé a indagar cómo es que podría establecerse una relación entre la ciudad, la tecnología y la necesidad del encuentro. Descubrí varias apps para conocer gente, entre ellas Grindr, para gente gay, bi, trans y queer; Bumble, donde las mujeres son quienes inician la conversación; Happn, una app donde mientras te desplazas por la ciudad rumbo al trabajo y te encuentras de manera esporádica o frecuente con alguien que te gustó, con base en la geolocalización la app registra los datos de sus usuarios, de forma que sabrás si con quién hiciste click está cerca de ti y entonces, poder contactarlo;  y por supuesto, Tinder.

Una mujer de 40 años —también de visita como yo— con la que coincidí en el mismo espacio de discusión, hablaba de que esperaba encontrar a su caballerango regio vía Tinder. Después de cuatro días no tuvo éxito.

¿Será entonces que la necesidad del afecto viaja con nosotros a donde quiera que vamos, y mantenemos la esperanza de que en una ciudad ajena, fuera de nuestros propios recursos y territorios, cedemos por completo para dejamos ayudar por la tecnología para que encuentre nuestro match? ¿Cuáles son las posibilidades y limitantes que nos ofrece la tecnología en nuestra búsqueda para no sentirnos solos?

Tuve curiosidad y abrí una cuenta en Tinder, no di más información que mi nombre y una foto. Ni siquiera sabía bien cómo funcionaba, tuve que indagar sobre eso. Al cabo de un mínimo rato, yo le había gustado a unos 20 hombres. Le di me gusta a unos 18 o 22 perfiles, unos a tan sólo 1km de distancia —recorro una extensión mayor cuando voy al trabajo y en ese trayecto nunca he encontrado a nadie similar—. Al cabo de unas dos horas me aparecía un 99+ como el número de me gusta que le habían dado a una sola foto mía. En ese inter tuve tres matches. Uno de ellos me escribió y me dejó su número celular invitándome a cenar. Hasta aquí mi curiosidad se transformó en ansiedad, un poco de miedo y quizá, hasta vergüenza. Así que de inmediato cerré la cuenta. Mi experiencia en Tinder duró unas seis horas. Nunca me sentí yo. Porque además no buscaba realmente encontrar a alguien con quién salir, sólo me preguntaba cuál es la magia de una experiencia como ésta para que tenga millones de usuarios. Solo lamento no haberme disculpado con ese hombre que me invitó a cenar y literalmente dejé en visto.

Construimos diversas imágenes sobre nosotros mismos y con distintos propósitos, pero para mostrarnos atractivos establecemos una narrativa en la que hemos cuidado la pose, la intención de la mirada, la ropa; incluso el escenario donde nos mostramos. A esta imagen añadimos información como edad, profesión, gustos e intereses. Hacemos una edición sobre nuestra propia identidad, misma que revelamos para que sea traducida en datos, millones de datos que se recolectan, traducen y organizan... porque queremos buscar y ser encontrados.

Aún con la distancia entre ciudades, países, o unas cuantas calles, deseamos estar acompañados; siempre y cuando estemos disponibles y con acceso a las señales que nos conectan.


Contacto: Twitter @CDomesticada
Piedad es artista visual con maestría en Diseño e Innovación en Espacios Públicos. Actualmente es profesor de cátedra en el Tec de Monterrey campus Querétaro.

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