Un día los libros de historia hablarán de la época en que México quiso resolver los problemas de seguridad ciudadana con las Fuerzas Armadas, en vez de apostar por una policía profesional.

Desde que Ernesto Zedillo llegó al poder los mandos militares convencieron de que el narcotráfico había infiltrado a las policías locales y que solo ellos, los verdes, podrían resolver el asunto.  La evidencia sobre el equívoco sobra. Los mandos militares que fueron nombrados desde entonces como cabeza de la policía fueron los mejores aliados del crimen organizado.

Todavía hoy pueblan las cárceles generales y coroneles que prestaron servicio leal a los enemigos del pueblo. Jesús Gutiérrez Rebollo, pasando por Carmen Oralio Aparicio, los zetas fundadores y tantos otros militares que han prestado servicio a la violencia son constancia viviente del error.

Sin embargo, el poder civil sucumbió sin resistencia al toque de la corneta militar. Ninguno se atrevió a cuestionar que era mala idea invertir miles de millones de pesos en el Ejército y la Marina, en vez de destinar recursos en cantidad suficiente para desarrollar cuerpos policiales bien pagados, eficaces, controlados, ciudadanizados y al servicio de la población civil.

Por cada peso invertido en los verdes se entregaron menos de cuarenta centavos a los azules. Ese ha sido el principal equívoco de la política de seguridad.

Este año, de los 200 mil millones destinados por la Federación a este rubro, la secretaría de la Defensa se llevará casi 90 mil millones y la secretaría de Marina alrededor de 30 mil millones. Cabe sumar a esta cantidad una inversión de mil millones que supuestamente servirían para financiar el nacimiento de la Guardia Nacional, pero que en los hechos también están siendo administrados por los generales.

Además de este generoso estipendio debe sumarse la desviación de recursos que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador está haciendo para que los militares se hagan cargo de otros temas que antes estaban reservados al mando civil.

Destacan la construcción y administración de hospitales, la edificación del aeropuerto de Santa Lucía, y recién nos enteramos, la obra civil –acaso debería decirse obra militar– de un tramo relevante del Tren Maya.

Como estas obras han sido catalogadas como asuntos de seguridad nacional, los mandos militares están exceptuados de las leyes relativas a la licitación y contratación de obra pública. Pueden, pues, asignarse con libertad a las constructoras que los mandos definan como idóneas.  No importa que se trate de amigos, familiares, socios o compinches, con el pretexto de la urgencia y la necesidad política, la administración federal dio la vuelta a los controles que –aunque insuficientes– habían sido edificados para combatir la corrupción.

Mientras tanto, el poder civil va en declive y como muestra ahí está el poder policial. Sin recursos suficientes, las policías de nuestro país continúan siendo franquicias adquiridas por el mejor postor.

En septiembre de 2014 la policía de Iguala, puesta al servicio de Los Guerreros Unidos, desapareció a cuarenta y tres estudiantes. A principios de mayo de este año fue la policía de Ixtlahuacán de los Membrillos que, penetrada por otra empresa criminal, desapareció, torturó y asesinó al joven obrero de la construcción Giovanni López.

Nos encontramos en el peor de los mundos. El Ejército cada día más poderoso, rico y más impune, mientras tanto las policías locales alquiladas al mejor postor. Ambos fenómenos son parte de una misma explicación sobre la crisis de seguridad pública.

Si en vez de invertir 130 mil millones al año en las Fuerzas Armadas pusiéramos estos recursos al servicio de la recuperación de las policías civiles, conseguiríamos pronto la paz.

El problema es que los verdes convencieron al poder político que tenían poderes mágicos y todos los presidentes terminaron creyéndosela. Incluso aquél por quien votamos porque prometió devolver el Ejército a los cuarteles. No entendimos entonces que la verdadera propuesta era hacer de México un cuartel bajo las ordenes militares.

Zoom:

Los gobernadores no pueden esperar a que termine esta administración para refundar el aparato policial de sus entidades. Les toca poner en marcha todo lo que sea necesario para superar la militarización de la seguridad pública que tan pobres y peligrosos resultados ha entregado durante demasiado tiempo.

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