En 2015, la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) publicó el reporte intitulado “Replantear la Educación: ¿Hacia un Bien Común Mundial?”, donde propone que tanto la educación como el conocimiento sean considerados bienes comunes; esto constituye una alternativa a verlos sólo como derechos o bienes públicos. Un bien común se asienta en las “relaciones recíprocas” por medio de las cuales “los seres humanos consiguen su bienestar” (Cahill).

Considerar a la educación como un bien “común” implica observar entonces las “relaciones que se dan entre los miembros de una sociedad” para ver cómo se produce y qué beneficios ofrece ese bien. Bajo esta perspectiva, podríamos suponer que los indicadores de resultados que logra, por ejemplo, una escuela o universidad son en parte generados por esas relaciones e interacciones. Esta idea es valiosa porque contribuye a cambiar la mirada unifocal centrada sólo en los resultados (e.g. productividad académica) a una más amplia: la de los procesos.

Si hay una carencia en la estadística educativa nacional es precisamente sobre los procesos educativos que construimos en las escuelas, bachilleratos y universidades y menos se ha  indagado respecto a cómo esos procesos pueden explicar lo alcanzado y lo que falta por lograr.

Por otra parte, en 2020, Michael J. Sandel, filósofo y profesor de Harvard, publicó un libro llamado “La Tiranía del Mérito.

¿Qué ha sido del Bien Común?”, donde afirma que lo que uno logra como persona es en realidad producto de algo más que el esfuerzo individual. Ese “algo más” es precisamente lo común. El filósofo sostiene que “estamos en deuda en diversos sentidos con la comunidad que posibilita nuestro éxito y, por consiguiente, obligados a contribuir a su bien común”.

Procesos, relaciones e “interacciones institucionalizadas” son tres dimensiones que podemos, al menos,  utilizar para analizar a la educación como bien común. Con base en esto, se puede construir una métrica alternativa de la calidad educativa al investigar cómo son esas “relaciones recíprocas” entre los distintos miembros de una comunidad escolar o universitaria.

Éste es precisamente el objetivo de un grupo de investigación formado por académicas y académicos de universidades de Querétaro y Puebla, entre las que se encuentan, la Universidad Tecnológica (UTEQ), la de San Juan del Río (UTSJR), la Autónoma (UAQ), Arkansas State, Anáhuac y el Instituto Promotor del Bien Común de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP). Para crear una métrica del bien común en la universidad, se seleccionaron nueve instituciones de educación superior de los dos estados, se diseñó un modelo basado en cinco dimensiones (agencia humana, estabilidad institucional, gobernanza, justicia y humanidad) y se aplicaron casi cinco mil cuestionarios a muestras representativas de estudiantes, docentes y administrativos.

Luego de realizar un primer análisis, hemos podido constatar que las relaciones en cada una de las nueve universidades están institucionalizadas de manera muy diversa. Se construyen procesos de manera diferenciada y esto puede o no guardar relación con la noción clásica de calidad educativa. Del análisis descriptivo surgen múltiples hipótesis que tendrán que ser discutidas con cada comunidad por si desean emprender sus “transiciones” hacia un enfoque de bien común. Vale la pena.

Investigador de la UAQ

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