La Suprema Corte estuvo a un voto de cumplir cabalmente su misión: enviar un mensaje claro e inequívoco de que ninguna ocurrencia de la autoridad –aunque sea del presidente de la República– que no llene los requisitos de constitucionalidad pasaría esa aduana. Hubiera sido una fórmula para contribuir a reforzar nuestro Estado de derecho (por cierto, bastante maltrecho), las garantías individuales, el debido proceso, el imperio de la ley (todas ellas nociones que al mismo tiempo son aspiraciones).

El proyecto del ministro Luis María Aguilar era sereno y contundente: hacer una consulta para que las “autoridades competentes” actúen y eventualmente sancionen a quienes cometieron delitos no solo es tautológico (tienen la obligación), sino que las vuelve dependientes de los humores públicos y les resta su necesaria autonomía. Además, al colocar los nombres de los presuntos culpables en la boleta no solo se comete un acto de escarnio público, sino se violenta la presunción de inocencia y el trato igualitario que imponen la Constitución y la ley si lo que se desea es impartir justicia y no dar pie a un circo vengativo (esto último lo digo yo). Y recordaba un dictado elemental y fundamental: no se puede someter a votación las restricciones a los derechos humanos.

Pero no. Amedrentados quizá, serviles sin duda, seis de los ministros y ministras fueron incapaces de apuntalar la independencia del Poder Judicial y de aparecer como un ancla de legalidad en el turbulento escenario de la política y cedieron al deseo presidencial declarando constitucional una pretensión ominosa en sí misma, que construye un precedente aún más preocupante. Bastaría revisar las intervenciones de los seis para detectar las piruetas discursivas y por cierto no afinadas entre ellas (más bien un coro disonante).

Sin embargo, ¡oh sorpresa!, luego de votar la constitucionalidad de la materia de la consulta de la iniciativa del presidente, tuvieron que corregirle y corregirse la plana. Da la impresión que para alcanzar los seis votos fue necesaria una difícil negociación que dejara satisfechos a los ministros, algunos de los cuales –imagino– no estaban dispuestos a humillarse hasta el extremo de avalar una pregunta no solo inconstitucional sino aberrante: la de hacer un juicio sumario masivo, demagógico, sin garantías, a los expresidentes, y tampoco ligar a la misma a un eventual proceso penal. Lo cual los convertía en un remedo caricaturesco de tribunal constitucional.

Y entonces redactaron y aprobaron una nueva pregunta que recuerda aquel chistorete que preguntaba: “¿Qué es un camello? –Un caballo diseñado por un cuerpo colegiado”. La nueva pregunta incomprensible, grilla, ilógica, tonta hasta niveles indecibles, es una bola de humo, es decir, inasible. Se nos preguntará como si fuéramos una república de idiotas. No se sabe a quienes alude, ni establece un periodo específico de tiempo, no se dice quién será el encargado del “esclarecimiento”, ni quienes son los “actores políticos” o qué tipo de “decisiones políticas” deben ser esclarecidas. Total, un batiburrillo bueno para que cada quien entienda lo que quiera y le dé el uso político que le convenga. Penoso viniendo del máximo tribunal.

El prestigio y la confianza se construyen en un muy lento y complicado proceso. En el caso de la Corte son fruto de la consistencia y del apego a la Constitución. Por desgracia se pierden en un mal día.

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