México y Colombia se disputaron, muy discretamente, los restos del escritor Gabriel García Márquez. La guerra diplomática de baja intensidad inició a los minutos de haber fallecido el nobel de literatura, el pasado 17 de abril. Ese mismo día, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, estaba al teléfono con la familia García Barcha y ponía a disposición de la viuda el avión presidencial para trasladar los restos del escritor a Colombia. La reacción de los mexicanos fue automática: el cuerpo se queda y ofrecieron sendo homenaje en el Palacio Bellas Artes, a la altura “de los grandes”, dijeron. El día de las exequias, para lucirse, desparramaron kilos y kilos de mariposas amarillas de papel, que para los encargados de barrer tanta basura al día siguiente les habrá parecido un mal chiste del llamado Realismo Mágico. El cuerpo del escritor de Cien años de soledad todavía lucía como si sólo estuviera durmiendo y la pregunta empezó a rondar en el ambiente: ¿A dónde irán los restos del Nobel de Literatura: al país que lo vio nacer o al país que lo vio nacer como escritor? Para la delegación diplomática colombiana el tiempo era oro y empezaron los ofrecimientos con la viuda. Que si el avión presidencial, que si café colombiano para servir a los dolientes, que si mariposas amarillas de verdad y no de papel china. En Colombia el presidente Santos daba más declaraciones a la prensa sobre la causa de muerte del escritor, con ojos acuosos de tanto llorar, y muestras de poder citar, sin problemas, tres libros del fallecido. Desde el mediodía del Jueves Santo, representantes de primer nivel de las autoridades culturales de México tomaron posiciones en la casa de García Márquez y no cedieron terreno. El asunto fue tan delicado que se apersonó María Cristina García Cepeda, “Maki”, directora del Instituto Nacional de Bellas Artes y mano derecha en la política cultural del presidente Ernesto Peña Nieto. Fue “Maki” la que tomó cartas en el asunto y el Presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), Rafael Tovar y de Teresa tuvo que dar un paso atrás. La alta institución cultural del país, el Conaculta, se limitó a enviar comunicados mal redactados y con faltas de ortografía. Mientras tanto, el embajador de Colombia en México, José Gabriel Ortíz, hacía labor con la viuda y más ofrecimientos. Que por qué no cambiar el nombre de Aracataca, pueblo donde nació el literato, por Ciudad Gabo; que por qué no cambiar los libros de texto en Colombia por la lectura obligada de Memoria de mis putas tristes, que total, que eso de que un viejito se enamore de una prostituta adolescente nos es pederastia, es amor caribeño. Para que la disputa diplomática no pasara a rencores, para las honras fúnebres se ofreció un doble discurso presidencia. Juan Manuel Santos de Colombia dio un discurso conmovedor, mientras el presidente de México se concentró en no equivocar el título de algún libro del fallecido. Agotadas todas instancias, el embajador de Colombia tuvo que declarar que “al parecer”, parte de las cenizas del escritor van a Colombia. Y ese “al parecer” del embajador colombiano que tanto dolió a todos los colombianos, se encuentra en nivel de “ya veremos” porque la viuda, Mercedes Barcha no ha dicho nada y oficialmente las cenizas todavía permanecen en una cajita de madera color vino. La pregunta todavía se encuentra en el aire: ¿quién tiene más derecho sobre los restos de Gabriel García Márquez? En Colombia nació y mamó todas las historias que luego plasmaría en sus libros, pero en México leyó El Pedro Páramo de Juan Rulfo y finalmente supo cómo debía escribir Cien años de soledad. Colombianos y mexicanos los llaman “Gabo” de cariño y no respetuosamente señor García. Ambos países se acreditan el derecho de paternidad del escritor, pero si de derechos vamos, tiene más voz el carnicero al que doña Mercedes Barcha iba a pedir prestado los bisteces para el almuerzo del marido que escribía y no trabajaba, y nadie conocía entonces. ¿Qué no?

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