Me resulta muy agradable tener la ilusión de que esta ciudad llegue, en un futuro no lejano, a contar con un número mucho mayor de espacios verdes donde se pueda propiciar una mejor convivencia en comunidad y tener un contacto más estrecho con la flora y la fauna locales. Poco a poco se han ido abandonando y perdiendo las costumbres de lo que conocimos antaño como los días de campo, algo que ha quedado fuera de gran parte de las familias en su cotidiana convivencia.

Hace algunos años, en un viaje al  otro lado del mundo, tuve la necesidad de realizar un receso de varias horas entre un par de asuntos de la agenda propia del viaje en una  pequeña ciudad inglesa. Decidimos en familia caminar y conocer un poco más de la localidad. Por casualidad llegamos a un jardín botánico construido en lo que muy antiguamente llegó a ser un panteón. Nos llamó mucho la atención la mezcla de vestigios arquitectónicos con un extraordinaria escenografía viva de árboles, plantas y flores que llenaban de colores y matices el entorno. Una vez que entramos y realizamos un recorrido sobre el lugar, nos fuimos dando cuenta que algunas parejas y familias arribaban al lugar acompañados de canastas o mochilas especiales para llevar alimentos, losa, cubiertos y cristalería para montar sobre el césped un mantel y colocar sus diversos alimentos y bebidas, entre los que destacaban suculentos emparedados, agua fresca o botellas de vino de mesa para disfrutar un rato del hermoso jardín.

La mayoría se sentaba y después de preparar con esmero el espacio familiar o de pareja, era muy evidente el gusto y la alegría que reflejaban sus rostros, así como la evidente amenidad de sus charlas y las risas que les acompañaban en las mismas. No faltaban los enamorados y mucho menos los libros que acompañaban a alguno de los miembros de la familia o a las propias parejas que, una vez acomodados una al lado del otro, abrían sus libros y se sumergían en sus respectivas lecturas arropados por un entorno inmejorable. Fue entonces inevitable recordar, hace un poco más de 50 años atrás, cuando aún se acostumbraba en esta ciudad acudir de día de campo a las fueras o en el interior de la misma o en aquellos limitados espacios que resultaban enormes para nuestra percepción infantil, a convivir en condiciones similares acompañados de tortas, sándwiches o botanas, así como de las bebidas para disfrutar una convivencia que al realizarla en un espacio abierto adquiría un encanto muy particular. Capturar insectos o encontrar peces en los pocos arroyos cercanos era todo una aventura. Eventualmente las salidas en vehículo se hacían fuera de la ciudad en lugares como Juriquilla, camino a El Pueblito, por la carretera a Huimilpan o en los rumbos más allá de La Cañada. Mientras que en el interior en espacios cercanos al acueducto, en los terrenos de Álamos o camino al Cimatario, entre algunos de los que recuerdo, sin dejar a un lado las muchas tardes de temporada que acudíamos a colectar capulines y garambullos.

Esa tarde en el jardín botánico fue algo especial observar a todos quienes se adueñaron por unas horas de un par de metros de césped y verlos recoger sus pertenencias con el mismo esmero y cuidado para dejar el lugar  de nuevo impecable, de la misma manera como los recibió y como seguramente los recibiría cualquier fin de semana que se quisieran regalar de nuevo esa tradición. Hoy me pregunto por qué sinrazón aquí se fue perdiendo, pero más aún me pregunto por qué nuestra ciudad no tiene ese número mayor de espacios verdes que en la actualidad podrían ser un bálsamo para abrazar a cualquier familia que valore la verdadera importancia de la convivencia familiar y del cuidado del entorno. Seguramente algunas familias aún se dan ese privilegio, pero creo que debería ser algo mucho más recurrente en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

Twitter: @GerardoProal

Google News