Se ha iniciado la revisión del estatuto político-constitucional de la capital del país. El electo jefe de gobierno ha hecho la convocatoria y, en principio, ha recibido respuestas alentadoras de parte de los actores relevantes que, en este caso, están principalmente en el Congreso y en el Ejecutivo.

A pesar de las reformas hechas a este estatuto desde su promulgación en 1994, muchas de las características del régimen autoritario que el obregonismo le impuso a la capital en 1928 para esterilizarla políticamente siguen vigentes.

El “nuevo” estatuto del DF se promulgó en 1994 y ha tenido un sinfín de enmiendas. Sin embargo, la capital sigue siendo rehén de una combinación entre poderes nacionales y locales, mientras que la ciudadanía es alienada de asuntos públicos por ausencia de auténticos mecanismos de representación y participación. Esta combinación de poderes que pesan sobre la capital asfixian las posibilidades de que sus ciudadanos orienten las decisiones y políticas de la ciudad.

A pesar de las altas tasas de votación que se registran (67% en la elección presidencial 2012) y de la orientación predominante hacia el centro izquierda del electorado, la capital no cuenta con instancias verdaderamente representativas ni participativas de la voluntad política de los ciudadanos. Por ejemplo, aunque la ALDF se ha preocupado por introducir consultas para que los electores se pronuncien sobre la aplicación de algunos presupuestos, la reacción de los votantes contrasta con la que han tenido en la elección federal. La última de ellas fue desairada por sus destinatarios, demostrando que el mecanismo diseñado es inoperante.

El fondo del problema es que el estatuto del Distrito Federal sigue siendo un artefacto vetusto y autoritario, y que dista grandemente de ser una Constitución política como la que tienen las entidades federativas.

Las tibias reformas de 1994 procuraron no alterar el sistema de poder en la república. Solamente hasta 1996 se dio un paso en la dirección de buscar un nuevo arreglo. Pero el DF quedó atado al último eslabón del paradigma de la hegemonía declinante. La fecha lo dice todo: 1994.

En comparación con cualquier ciudadano de las otras 31 entidades federativas, los ciudadanos de la capital contamos con menos derechos políticos. El Poder Ejecutivo está limitado en materia de procuración de justicia y de policía por el Ejecutivo federal. La Asamblea Legislativa tiene poderes vicarios de otros más grandes, que se depositan en el Congreso de la Unión. Las delegaciones políticas no corresponden al orden municipal.

Dicho de otra manera, cuando los ciudadanos del Distrito Federal elegimos autoridades pasa algo sumamente raro. Al optar por presidente de la república decidimos en quién descansa, en última instancia, la jefatura de policía y otras facultades. Al elegir diputados y senadores depositamos en esas Cámaras la potestad de decidir sobre aspectos de las finanzas, educación y remoción del jefe de gobierno, materias en las que el DF no tiene autonomía. A esto añadimos que también votan por ello todos los electores del país aunque no residan en el DF. A la vez, cuando elegimos jefe de gobierno, algo parecido a un gobernador, depositamos en él poderes sobre la vida comunitaria en la que carecemos de la institución municipal, pues las delegaciones políticas son únicamente un remedo de aquella y encubren, no equilibran, un omnímodo poder Ejecutivo sobre recursos e inversión centralizados. Al elegir representantes a la Asamblea Legislativa hacemos como si tuviéramos diputados, pero no lo son, pues, ya vimos, tienen facultades legislativas muy mermadas.

En las entidades federativas los ciudadanos eligen cabildos, diputados estatales y gobernadores. Si no fuera por el enclave autoritario que prohíbe la reelección consecutiva y la aberrante centralización de los municipios por las autoridades centrales, que permanece en la Constitución desde 1928 (gracias al obregonismo), los electores tendrían la posibilidad de incidir en la política a través de un equilibrio de poderes auténtico y no del remedo que prevalece, por lo menos en los estados de la república, en los que por regla general los gobernadores siguen siendo amos y señores sobre municipios, poderes legislativos y poderes judiciales.

No obstante, los estados y sus ciudadanos “provincianos” tienen más autonomía que el DF y sus ciudadanos capitalinos.

La apertura al debate de una nueva reforma política en la capital es ocasión para replantear estos temas. Inclusive para reclamar para la nación entera la restauración del espíritu democrático del Constituyente de 1917 que atinadamente respetó la reelección consecutiva como un “derecho de los ciudadanos” y dio al municipio la dignidad fiscal y política, ambas arrebatadas por el autoritarismo posrevolucionario y la minoría de edad ciudadana del siglo XX. Será oportunidad de imaginar una capital pos y no pre-1996, momento en inició la auténtica renovación democrática.

Director de Flacso sede México

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