Hace un siglo, al concluir la primera de las guerras mundiales, varios países europeos sufrieron una devastación que arrojó cifras escalofriantes: treinta millones de personas perdieron la vida, entre civiles y militares. Muchos de ellos no morían en el frente de batalla sino meses después, a consecuencia de aquellas heridas. Los campos quedaron yermos, sin cultivar. El hambre y la pobreza asolaron los pueblos. De ahí que miles de familias pusieran a sus jóvenes a salvo.

Chicos de doce o catorce años, sanos y fuertes, con los ahorros de toda la familia, fueron llevados por sus madres a los puertos o estaciones de tren para irse lejos del desastre, a iniciar una nueva vida. Muchos de ellos, que se establecieron en las Américas, fueron abuelos de nuestros amigos. Algunos lograron una carrera exitosa, los privilegiados regresaron a sus patrias con las alforjas llenas, o trajeron a su familia consigo.

La historia nos habla del dolor humano. No tenemos que remontarnos a la antigüedad para conocer las tragedias que han marcado con un sello ominoso la vida de hombres y mujeres. Los que nacimos en la segunda mitad del siglo XX no vimos con nuestros ojos las dos grandes guerras mundiales, pero a través de los medios impresos y electrónicos fuimos testigos de revoluciones, enfrentamientos, invasiones y muerte, en tantas partes de este dolido planeta que no alcanzan las palabras a contar.

Por ello, esta pandemia que nos tiene paralizados, que ha puesto la economía en un paro difícil de liberar y que ha cobrado ya miles de vidas, puede convertirse también en una oportunidad para no repetir errores del pasado. Podremos salir de ella más fuertes y mejores.

“Ser solidarios y científicos, entender que somos frágiles, valorar las cosas sencillas, disfrutar más la vida y quejarnos menos”, expresó Fernando Savater el 4 de mayo, durante la conferencia “Apuntes sobre la pandemia: solidaridad y la ciencia”, organizada por el Hay Festival.

Entre los grupos más afectados por la pandemia están los migrantes sin documentos: quedaron atrapados en condiciones de indefensión, sin recibir los apoyos del país en que se encuentren, muchas veces de paso, como los centroamericanos que atraviesan México para llegar a la línea fronteriza con Estados Unidos.

En todo el mundo hay desterrados. Huyen de la esclavitud, la prostitución, la guerrilla o la explotación. Algunos, los más afortunados, logran establecerse en un país amigo, adquirir un permiso, una visa o salvoconducto. Con esfuerzo y sacrificio consiguen empleo y comienzan a construir una vida mejor para sus hijos.

Nosotros, los que tenemos una patria, sufrimos una especie de destierro con este confinamiento. Lo que más nos duele es no estar juntos.

Rosario Castellanos, en su poema “Destierro” dice:

“No, no estábamos solos. / Sabíamos el linaje de cada uno / y los nombres de todos. / Ay, y nos encontrábamos como las muchas ramas / de la ceiba se encuentran en el tronco. // No era como ahora / que parecemos aventadas nubes o dispersadas hojas. / Estábamos entonces cerca, apretados, juntos. / No era como ahora”.

Las lecciones del destierro son muy claras. Dijo Savater: “Hay que escuchar a los científicos y a las personas que conocen, a las personas que no nos van a poner a sacar los cañones a la calle, sino que nos van a dar soluciones y remedios, soluciones no basadas en estampitas mágicas ni en remedios sacados de un médico brujo, sino de la ciencia, del conocimiento, de la experiencia y de las pruebas”.

Soportar la soledad puede ser una prueba difícil; el espejo nos muestra nuestra imagen como somos: una persona vulnerable, que tiene momentos de debilidad, que desea volver a la vida de trabajo, distracciones y placeres.

También puede mostrar a una persona más completa, con fortaleza y sabiduría. Que aprende las lecciones de la vida. 
Usted elige.

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