El asalto al Capitolio, el pasado 6 de enero, desnudó que el discurso de la ficticia democracia norteamericana se asienta sobre la base de la desigualdad, la exclusión y el racismo. Pese a que grupos iracundos de ultraderecha, seguidores de Donald Trump, son identificados como los responsables de mancillar el edificio que alberga las dos cámaras del Congreso, es preciso recordar que cerca de 76 millones de ciudadanos votaron por su reelección.

Una de las cuestiones que llama la atención en este acontecimiento, es el trato diferenciado que las autoridades policiales y la Guardia Nacional dieron a las bandas de extrema derecha que usurparon el Capitolio y la ocurrida hace seis meses por la muerte de George Floyd, ciudadano afroamericano que falleció por asfixia después de que un policía blanco mantuvo su rodilla sobre el cuello durante más de 8 minutos. Ante las manifestaciones de “Black Lives Matter”, los agentes policiacos respondieron con hostilidad. La Guardia Nacional de Washington, armada y con uniforme de camuflaje, custodió las escalinatas del Lincoln Memorial, mientras las multitudes que protestaban de manera pacífica, fueron duramente agredidas.

En el caso de los grupos de supremacistas blancos que se apoderaron del Capitolio para impedir la calificación de la elección que daba el triunfo a Joe Biden, en un acto similar a un “autogolpe de Estado”, ingresaron a la sede parlamentaria, incluso con apoyo de la policía, como lo muestran diferentes videos, antes de que se activara la Guardia Nacional.

Por otra parte, el discurso de Biden, marcado por una narrativa de reconciliación nacional que enfatiza que “el gobierno es de leyes y no de hombres”, apela a una especie de democracia conservadora más cercana a repetir la “ley y el orden” promulgados por Trump, que a llevar a cabo una autocrítica dirigida a desestructurar las prácticas que han provocado históricamente la desigualdad, la pobreza y la segregación racial. Valdría la pena recordar al presidente electo que el fascismo no llega de pronto, crece al amparo de las crisis y funciona como palanca extraeconómica para reactivar los mecanismos de concentración de la riqueza y radicalizar la jerarquización social.

Adicionalmente, si los dueños de los medios de comunicación y las redes sociales tienen carta abierta para promover la mentira sin pudor, la capacidad para descalificar al adversario y demonizar a una parte de la población y, más tarde, convertirse en censores bajo el manto de las “buenas conciencias” y venderse como defensores de la democracia, es porque algo está mal.

La actuación de Trump no solo muestra su berrinche y visibiliza los intereses millonarios en juego, también desvela la hipocresía de Estados Unidos cuando abandera golpes de Estado y guerras en nombre de la libertad. En esta ocasión, lo que quedó de manifiesto fue una democracia fracturada al interior de sus propias fronteras. La democracia devino en amenaza para la supremacía blanca estadounidense.

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