Entre las normas que propone el budismo como fundamento de la sabiduría, está la llamada ley de la impermanencia: todo cambia y, por tanto, nosotros mismos debemos cambiar, para adaptarnos a la realidad que vivimos.

La cultura occidental fomenta lo contrario: el apego a lo material, incluyendo al propio cuerpo humano. Nos resistimos a perder la juventud, nos preocupa la imagen que proyectamos y nos aferramos a una posición en una empresa, una casa, ropa, joyas, automóviles, todo aquello que sentimos nuestro y nos ofrece seguridad.

Los cambios a que estamos expuestos pueden ser progresivos: arrugas en el rostro, canas en el cabello, pérdida de habilidades físicas. O son definitivos: dejamos de estar bajo la tutela de un padre cuando dejamos la casa paterna o nos quedamos en la orfandad. A juzgar por los mensajes de redes sociales, hay quienes se resisten a aceptar las pérdidas de los seres queridos durante décadas. El dolor se enquista en el alma, se vuelve un tumor emocional pernicioso, una atadura. A todos nos ha tocado presenciar el deterioro físico o mental de adultos que no saben tomar decisiones propias, por haber dependido siempre de la guía de sus mayores.

Nos aferramos a la belleza de la juventud. De ahí que la industria de los cosméticos sea un pilar de la mercadotecnia, como la ropa de diseñador.
Hablamos, claro está, de los excesos. Si una persona elige su ropa de una manera sensata y proyecta una imagen acorde a su edad, su actitud ante la vida será más sana que la de quienes sienten dolor al verse en el espejo.

Los principios de la filosofía oriental afirman que los seres humanos no somos estáticos. Por tanto, no tiene caso definirnos de una sola manera: “Yo soy así, no voy a cambiar. Deben aceptarme tal como soy”. Usted conoce a muchas personas que emplean estos argumentos para aferrarse a una jerarquía del pasado.

El apego no permite al individuo ser libre. No hace bien a nadie. El ejemplo palpable es el presidente (todavía) de los Estados Unidos: un hombre que se aferra a un copete teñido, un bronceado falso, una silla desde la cual ordena calamidades, una boca que grita.

Si se tratara del bravucón de la taberna, no haría mayor daño. Pero es un tipo con las bridas de un caballo bruto en la mano: puede jalar las riendas del poder para eliminar con un movimiento los avances en derechos humanos, salud, vivienda, educación y otros rubros fundamentales en la conducción de su país y ello repercute en la vida de muchas otras naciones.

Amado Nervo, el autor mexicano que escribió lo mejor de su obra a finales del siglo XIX, estudió las enseñanzas de Siddharta Gautama, Buda, que datan del siglo V antes de Cristo. Al leer esos documentos, definió una visión del mundo que sintetiza en este poema:

“Oh, Siddharta Gautama!, tú tenías razón: / las angustias nos vienen del deseo; el edén / consiste en no anhelar, en la renunciación / completa, irrevocable, de toda posesión; / quien no desea nada, dondequiera está bien. / El deseo es un vaso de infinita amargura, / un pulpo de tentáculos insaciables, que al par / que se cortan, renacen para nuestra tortura”.

Si tuviéramos a Nervo frente a nosotros, quizá le diríamos: “No es para tanto, querido poeta”. Y tendríamos razón. Todo exceso es dañino. 
El argentino Daniel López Rosetti, cardiólogo de fama internacional, dirige el Servicio de Medicina del Estrés en el Hospital San Isidro en Buenos Aires. Afirma: “Si en el colegio nos enseñasen educación emocional, pues como chicos somos las esponjas más fértiles, aprenderíamos a manejar mejor las emociones en el futuro. No somos seres racionales, somos seres emocionales que razonan”. López Rosetti ha dado conferencias que son fáciles de encontrar en Internet.

Una monja novohispana escribió la poesía más trascendente del siglo XVII en el idioma español. Así describió Sor Juana los conflictos de las emociones: “Este amoroso tormento / que en mi corazón se ve, / sé que lo siento y no sé / la causa porque lo siento. // Siento una grave agonía / por lograr un devaneo, / que empieza como deseo / y para en melancolía. // Y cuando con más terneza / mi infeliz estado lloro / sé que estoy triste e ignoro / la causa de mi tristeza”.

Hay muchos que piensan, como Jorge Manrique: “… cuán presto se va el placer / cómo después de acordado da dolor / cómo a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado fue mejor”.

Sin embargo, para los niños y los jóvenes, su tiempo es el presente y el futuro será mejor. Vivimos en un momento de grandes avances tecnológicos. Gracias a ellos, usted y yo estamos en contacto. Para mantener el espíritu lozano sin caer en el ridículo, debemos apreciar lo que nos rodea, sin apegarnos a nada.

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