El regocijo que hoy invade a las mujeres, jóvenes y minorías en Estados Unidos por la derrota de Donald Trump en las urnas, al superar la barrera de los 270 votos electorales, constituye un repudio a una etapa de insultos, guiños a la extrema derecha y medidas migratorias radicales. Aunque Joe Biden propuso una agenda convencional, dirigida a lograr la reconciliación y la unidad de los estadounidenses, los votantes se inclinaron más por la tragedia que marcó el inicio de su carrera política ­–unas semanas después de su victoria como senador, su familia sufrió un grave accidente de tráfico–, que por su plataforma política. Lo que muestra que los ciudadanos se acercan cada vez más a candidatos con los que se identifican en valores y se interesan menos por el contenido de los proyectos políticos partidistas.

En una declaración reciente, Biden convocó a los norteamericanos a la reconciliación y la unidad: “Es hora de que Estados Unidos se una. Y sane. Somos Estados Unidos. Y no hay nada que no podamos hacer, si lo hacemos juntos”. Sin embargo, más allá de la retórica conciliatoria, Biden representa el retorno del establishment.

Mientras los festejos por el triunfo del candidato demócrata invaden no solo los medios de comunicación tradicionales, sino también las redes sociales en la Unión Americana, queda ensombrecida una situación preocupante acontecida en medio del conteo de votos y declaraciones de Trump, con respecto a sus acusaciones de fraude electoral. La semana pasada, algunas de las principales emisoras de Estados Unidos, como ABC, CBS y NBC, cortaron al unísono la trasmisión del discurso del presidente, en horario de máxima audiencia, por considerar que su discurso contenía mentiras y promovía acusaciones al sistema electoral sin fundamento.

Independientemente de que un político o personaje público sostenga su discurso sobre mentiras y promesas falsas, los medios de comunicación no pueden constituirse en “tribunales de la razón y la justicia”. Su tarea es informar objetivamente y dejar en manos del público la decisión sobre lo que acontece. Adjudicarse la facultad de decidir qué debe, o no, escuchar la audiencia, deriva en un “suprapoder” autoasignado que va en contra de los principios democráticos y del derecho a la libertad de expresión. La función de los medios no radica en censurar el discurso de quienes expresan su opinión en el espacio público, sino en presentar información para que las personas articulen su propio punto de vista.

Llama la atención que esta acción haya sido realizada de manera coordinada por diferentes televisoras. Esto es delicado y tendría que debatirse a la luz de la llegada de un gobierno democrático que abandera la defensa de los derechos de las minorías y la libertad de expresión. Dejarlo pasar, significaría entrar nuevamente en una etapa como la que tuvo lugar el 11 de septiembre de 2001, con George W. Bush, quien silenció toda opinión que no coincidiera con el discurso de Estado.

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