Hace 100 años se fundó el hoy desaparecido Partido Comunista Mexicano. A fines de los años setenta del siglo pasado este partido se desprendió del Stalinismo como concepción política y se abrió una etapa de debates y fusiones de la izquierda mexicana cuyo rasgo distintivo más relevante fue admitir que el cambio social y económico puede y debe darse a través de una sólida democracia política como forma de gobierno en la que todos los miembros de la sociedad, incluidos los grupos desaventajados, puedan canalizar sus aspiraciones y concertar mejores formas de vida. De este modo, una gran parte de la izquierda desechó la falsa idea de que hay dos democracias, una burguesa y otra proletaria, una mala que hay que cambiar por otra buena. Pero con Morena y su dirigente principal, ha regresado la sombra o quizá la presencia de esa tesis anacrónica.

Es completamente falso para la razón y la historia que exista una democracia mala y otra buena, una democracia burguesa y otra popular o proletaria. Esa tesis aparece en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels en 1847, pero fue superada por dos acontecimientos históricos y ríos de tinta de los más grandes pensadores, incluyendo a gran parte de los que provienen del pensamiento marxista. El primero fue la prueba aportada por varios partidos socialdemócratas de que los trabajadores podían hacer avanzar sus intereses dentro de la democracia “burguesa”, con lo cual quedó sin base la creencia en que eso era imposible. El segundo fue la deriva autoritaria de la Unión Soviética que implantó una de las dictaduras más sangrientas de la historia, haciéndola pasar por “dictadura del proletariado”, y que la investigación histórica y filosófica ha explicado por sus raíces en la tesis debidamente refutada de la “necesidad histórica” de la dictadura de los trabajadores. Algunos entre quienes hoy forman parte de la élite gobernante nos quieren vender esa venerable y anacrónica idea. ¿Lo harán clausurando la democracia que penosamente se ha formado en México, sin debate ni evidencia de que lo que proponen sea mejor, como han hecho con otras instituciones? Están obligados a responder la pregunta.

De ser así, estamos ante la narrativa de una utopía regresiva que conduce a la autocracia; es la épica que han inventado aventureros y aventureras para quienes el modelo político de Cuba o Venezuela es deseable en México. Es la visión más atrasada y ampliamente superada del marxismo decimonónico, cuyos heraldos quedaron atrapados en tal atraso intelectual y político (elevado a creencia religiosa), que hacen revolcarse en sus tumbas a Marx y Engels. Pero eso sí, cubren su ignorancia con lamentos e invectivas contra los males del planeta, cuya naturaleza desconocen deliberadamente y pretenden “explicar” con base en esperpentos ideológicos. De acuerdo con ese ideologismo, las opiniones políticas que los ciudadanos tenemos en la mente son basura producto del engaño. Sólo adoptando la “verdadera doctrina” (ojo catequistas), un puñado de conversos se reúne con ellos en maravillosa epifanía, mientras los demás habitamos en las sombras. Iluminados por un dogma que se coloca por encima de todas las formas de pensar, dictan desde el poder la “razón verdadera” a la que debemos someternos.

Nada hay más opuesto a la democracia que esta forma de mirar las cosas. Científicamente esta tesis equivale a explicar la gravedad con la física de Newton cuando contamos con la Einstein y más, y políticamente implica optar por la autocracia feudalizante, cuando las fuerzas técnicas y humanas son ingobernables por la dictadura. La democracia no puede admitir ninguna regla de exclusión. Todos los ciudadanos comparten la condición de la igualdad sin importar sus diferencias. Pueden ejercer su voz y sus derechos sin más límite que los que les impone el derecho igual de los demás. Decir que hacerlo no es fácil es una obviedad a la que le sigue una barbaridad: “al diablo con las instituciones.” No nos engañemos, la democracia es un sistema de gobierno en el que todos los ciudadanos deben poder imprimir su juicio. Impedir que sea atrapada por unos cuantos es deber del gobierno y los ciudadanos, y obliga tanto a la oligarquía como a los que creen encarnar las leyes de la historia.

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