La democracia no nació acabada. En algunos casos se ha perfeccionado según las necesidades y circunstancias de cada país y cultura. En otros, como el nuestro, se ha estancado, viciado, pervertido y convertido en la antítesis de lo que pretendemos que sea.

No pudiendo ser la nuestra una democracia directa, se optó por la representativa como modelo de gobierno. Ante la triste realidad de que “la soberanía (no) reside originariamente en el pueblo” (mandantes), sino en los gobernantes (mandatarios), estos han instrumentado lo que podríamos llamar la democracia “participasiva”, que legitima en el papel de mandante a los gobernantes y como súbdito o mandatario al pueblo que los eligió.

En este remedo de democracia, capaz de elegir y legitimar autócratas y dictadores; de legalizar la sustitución de las instituciones públicas por el capricho y la ocurrencia personal del déspota; los derechos ciudadanos se acaban, al igual que en la representativa, con la emisión del sufragio.

En la democracia representativa el beneficiario no es necesariamente el elector, sino el elegido, quien a nombre de sus representados decide lo que a él o a su grupo político le conviene. En el mercado político el gobernante se convierte en el proveedor y el elector en el cliente. Los programas sociales dejan de promover el desarrollo de los sectores más atrasados, en aras del bien común, para convertirse en herramientas del clientelismo electoral: recursos a cambio de votos.

Peor aún es la perversión que excluye de la política al ciudadano, convirtiéndolo en sujeto pasivo de la misma –justificador- en lugar de actor, haciéndole creer el sofisma de que él es quien manda. El artilugio se construye también con recursos teóricos que barnizan realidades objetivas, como la emisión de leyes de participación ciudadana inconsistentes o poco eficientes; o la operación de estructuras que terminan siendo de control: comités ciudadanos, jefaturas de manzana, presupuesto participativo, entre otros, que inicialmente buscan conocer los requerimientos ciudadanos de obras y servicios, satisfechos los cuales, la autoridad finaliza su misión.

La responsabilidad de elegir un buen o mal gobernante, es del votante, quien sólo con ver la fotografía del candidato y de quien lo acompaña (el candidato ancla) debe adivinar si será o no honesto, o será otro demagogo de marca –como los de antes-, porque las campañas de ideas, propuestas dejaron de existir (con la pandemia veremos la creatividad de los políticos para darse a conocer). El ejercicio del derecho ciudadano a expresar su opinión, a través del referéndum, revocación de mandato o las marchas de protesta, poco sirven porque se convierten en instrumentos de manipulación. La rendición de cuentas se vuelve una treta oficial.

Hay mucho por hacer para perfeccionar nuestra incipiente democracia, comenzando por reconocer al ciudadano su legítimo derecho de participación en la toma de decisiones, a riesgo de convertirla en, acaso, una simulación de la misma: democracia participasiva.

La democracia es un sistema de participación en la toma de decisiones (a priori, no a posteriori); no es una forma de vida aplicable a todo y a todos, como han pretendido algunos. Justo es reconocer las bondades y los límites de la misma porque en su nombre se han prohijado desviaciones y perversiones como el populismo, la demagogia, el autoritarismo y algunas manifestaciones mesiánicas

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