La democracia, como la entendemos hoy, se funda en el principio de la separación de poderes en Ejecutivo, Legislativo y Judicial. En El Espíritu de las Leyes (1748), Montesquieu sostuvo que la centralización del poder en una sola entidad conducía a la tiranía. El delicado equilibrio que sustenta una democracia puede verse amenazado cuando un gobierno electo democráticamente acumula poder de forma desproporcionada.

La historia contemporánea está llena de ejemplos de líderes que llegaron al poder por vías democráticas y optaron por instaurar sistemas autoritarios. Quizá el caso más emblemático es el alemán; en 1933, Hitler fue nombrado canciller por el presidente Paul von Hindenburg en una maniobra política destinada a controlar al partido nazi, que había ganado un gran apoyo en las elecciones democráticas. El resto es historia. Sin embargo, sobran ejemplos cercanos.

En 1998 Hugo Chávez llegó a la presidencia de Venezuela prometiendo acabar con la corrupción y reducir la desigualdad económica. Se afianzó en el poder a través del control de los poderes legislativo y judicial, modificó la constitución, sofocó a la disidencia y, un cuarto de siglo después, su sucesor, Nicolás Maduro, sigue en el poder mientras el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados reporta que más de siete millones de personas han dejado Venezuela en medio de una crisis humanitaria sin precedentes.

Las transiciones de sistemas democráticos a gobiernos autoritarios son fenómenos profundamente complejos que se producen a través de una serie de etapas sutiles y graduales que pueden resultar en la pérdida de libertades y derechos fundamentales.

Suelen partir de contextos de descontento aprovechados por los liderazgos políticos para alimentar la polarización y desacreditar las instituciones democráticas existentes, presentándose a sí mismos como la única solución a las adversidades del país. La ruta es clara, sin embargo, el tránsito al autoritarismo require de dos elementos adicionales: una oposición mezquina, que anteponga sus privilegios a la defensa de la democracia y una ciudadanía indiferente, apática y desilusionada.

La centralización del poder político resulta, casi irremediablemente, en decisiones unilaterales y en la exclusión de las disidencias lo que lleva al debilitamiento de las instituciones y, con ello, a la reducción de la capacidad de otros actores políticos para participar e influir en procesos de toma de decisiones. Ahí tenemos la receta para una democracia a la carta. Una pizca de descontento generalizado y un par de cucharadas de liderazgo carismático en un entorno de instituciones frágiles, aderezo de oposición desarticulada y una guarnición de ciudadanos resignados. Por último, el ingrediente secreto: un toque de amnesia histórica. Si el platillo está salado, es probable que sea demasiado tarde para hacer algo al respecto.

Twitter: @maeggleton

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