Tras el arresto y posterior liberación de Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, los grupos criminales demostraron una capacidad de movilizarse con agilidad en zonas urbanas para minimizar el impacto de la acción militar, quitarle la iniciativa, y doblegar al gobierno con acciones terroristas contra objetivos civiles y familias de elementos del Ejército.

La operación en Culiacán, mostró que el grupo del Cártel de Sinaloa está formado con unas cien personas, apenas el tamaño de una compañía del Ejército, que exhiben armamento para combatir a vehículos blindados y se movilizan en escuadrones de tres personas a bordo de camionetas el doble de rápidas que los humvees clásicos del Ejército.

La compañía de los hermanos Guzmán se dispersó por la ciudad, atacó la unidad habitacional del Ejército en las instalaciones la zona militar en Limón de los Ramos, bloqueó 19 intersecciones de Culiacán, liberó a cerca de 50 internos del penal, quemó vehículos civiles, se apoderó de vehículos militares, y ayudó a sembrar el terror mediante la grabación y difusión de sus operaciones en las redes sociales. La hora de los enfrentamientos en las hora pico del tránsito vehicular y la geografía de esta ciudad fueron factores que facilitaron la operación criminal para liberar a Ovidio Guzmán.

Si el objetivo de crear un caos en la ciudad, multiplicar los puntos probables de combate entre las Fuerzas Armadas y los elementos de la compañía de los Guzmán, y amagar con la violencia dirigida contra la población civil, era el forzar la liberación del hijo de El Chapo, entonces la operación puede ser considerada como un éxito criminal y un fracaso gubernamental.

Este éxito puede dejar enseñanzas a otros grupos criminales que están observando el desarrollo de los acontecimientos en Culiacán para prepararse mejor en el enfrentamiento con fuerzas gubernamentales: descentralizar sus unidades, combatir en toda la ciudad, bloquear rutas de movilización militar y policial, y golpear un punto de vulnerabilidad del Ejército: las familias de los soldados que residen en las unidades militares.

Las unidades militares reaccionaron con el despliegue de más vehículos y soldados en la ciudad para formar un cerco como medida para la neutralización y aniquilamiento de los escuadrones militares que se esparcieron en las calles de la ciudad. Sin embargo, tanto los mandos militares civiles como los militares se dieron cuenta que eso era inútil para controlar a los grupos criminales.

La liberación del hijo del Chapo Guzmán fue una decisión amarga para las Fuerzas Armadas y para el gobierno de AMLO. El gobierno está reconociendo que no hubo coordinación interagencial en una operación tan relevante como la detención del hijo de un narcotraficante reconocido mundialmente.

La franqueza también ha llevado al reconocimiento de que las unidades militares actuaron de forma autónoma sin respetar la cadena de mando. El peso de la vergüenza política de haber arrestado al hijo del Chapo Guzmán y luego soltarlo ha recaído en el presidente.

Una lección positiva puede extraerse de este incidente, López Obrador no está dispuesto a repetir el error de sus predecesores en el cargo al declarar que no vale la pena la detención de un líder del narcotráfico a cambio de poner a la población entera de una ciudad a merced de narcotraficantes.

Ahora está más claro que nunca que la militarización de la lucha contra el narcotráfico no sólo erosiona la seguridad de la población en las ciudades aquejadas por un narcotráfico que no cesa de aprender y adaptarse, sino que desmoraliza a las propias fuerzas armadas y acelera la radicalización de las organizaciones delictivas.

Difícil tarea para el presidente López Obrador: debe demostrar que la fuerza y la inteligencia del Estado es mayor que la capacidad de adaptación de criminales que lo único que saben hacer es ejercer la violencia generalizada, el camino más rápido al terrorismo. Lo que menos debemos desearle en esa misión es el fracaso.

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