Para no hablar de esta realidad que cada vez se alarga más, hoy comparto un cuento muy breve.

Está por llegar el amanecer, el crepúsculo aún ni siquiera se vislumbra en el horizonte y el sonido del mar con sus olas al arribar a la playa es constante, serio y estruendoso, como si se afanase en demostrar que le debemos un respeto ancestral, casi eterno.  En la penumbra de la noche que agoniza, el cielo estrellado lo provoca y responde con trazos de estrellas líquidas sobre la espuma, que súbitamente destellan. El viejo de esta historia no podía dormir y decidió ir de nuevo a caminar a la playa para —sonriendo con ironía— disfrutar del alba del día en el ocaso de la propia vida.

Llegó a la orilla donde se moja la arena y decidió solamente escuchar el sonido del mar, que le gritaba en la distancia y le susurraba en la cercanía, así lo hace, cuando las olas ocasionalmente acarician la arena como buscando compensar la brusquedad con que choca contra las rocas, en aquella zona que se encuentra lejos de donde él habita la pequeña casa que heroicamente  ha resistido los embates del tiempo y de la naturaleza. Se encaminó hasta el sitio que lo cautivó desde niño, mientras la noche moría una vez más y daba paso al nuevo día, que sin mayor prisa apenas despertaba.

Durante el trayecto fue repasando su vida, como si quisiera desenmarañarla hilo a hilo, desde que fuera apenas un niño cuando sus padres decidieron venir a radicar junto al mar, por la recomendación que el médico le hiciera a su madre y que acataron con esperanza y un puño de sueños guardados en las caracolas que recogieron de esa playa cuando decidieron elegirla como el lugar donde querían vivir el resto de sus vidas. Los tres entonces iniciaron una nueva vida, donde el mar les acompañó siempre hasta que ellos partieron, mientras él trató de alcanzar su destino lejos del mar, pero inevitablemente al tiempo, regresaba de manera intermitente hasta que supo que las tareas de cuidado y conservación de la fauna y la flora era su destino, sin saber a ciencia cierta si fue por circunstancia o por decisión propia.

Su vida, llena de días soleados, nubarrones y tormentas, de tantas noches esperando el arribo de las tortugas a desovar, de recorrer los manglares y observar los hábitos y costumbres de muchas especies, de luchar y arriesgar el pellejo enfrentando a cazadores y pescadores furtivos, hasta lograr que el lugar fuera declarado como zona protegida y patrimonio natural, encontró finalmente el sentido y la razón de ser.
Llegó hasta el grupo de rocas que por alguna razón que no acababa de explicarse desde que tuvo memoria, eran golpeadas con mayor fuerza y violencia por el mar, y sin inmutarse resisten a convertirse en arena, algo que tan solo requerirá de tiempo. Pero para él, ese amanecer cuando el sol ya bañaba de tonos cálidos el paisaje, era tan solo el presagio de los últimos días, ya que su corazón se iba haciendo débil. Sin embargo, esa furia del mar, los graznidos de las aves marinas buscando alimento en las primeras horas de luz, el viento suave y fresco junto con ese brillo particular en todo su alrededor, le daban de nuevo la fuerza para continuar un día más, quizá el último, pero bien sabía que cuando se ha vivido con intensidad, la muerte tal vez no sea un puerto al final de la vida, sino otro mar que navegar. Prefirió mirar las aves y emprender el regreso, cuando el sol comenzaba a calentar el día.

Que vengan muchos nuevos amaneceres, en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

Twitter: @GerardoProal

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