En realidad, no sorprenden las declaraciones de Emilio Lozoya Austin en la denuncia difundida en los medios de comunicación la semana pasada, la población lo intuía. Lo escandaloso —y lastimoso del caso— es conocer por escrito y, de primera mano, una declaración en la que se describen las formas de corrupción que han atravesado al sistema político mexicano por sexenios. El fenómeno de la corrupción, expresado en el tráfico de influencias y favores ilícitos a cambio de dinero u otros lucros, constituye una violación grave del derecho de igualdad ante la ley, en cuanto vulnera los derechos humanos de las personas al colocar en situación de ventaja radical a quienes que se benefician de manera personal del erario público, lo que deriva en el quebrantamiento de los principios democráticos.

El delito de corrupción en México, asentado en el Código Penal Federal, constituye una forma específica de dominación social sustentada en un diferencial de poder en el que predominan el abuso, la impunidad y la apropiación indebida de los recursos de la ciudadanía. Vista como un problema estructural, la corrupción favorece la consolidación de élites y burocracias políticas y económicas; erosiona la credibilidad y legitimidad de los gobiernos; reduce los ingresos fiscales e impide que los recursos públicos se utilicen para el desarrollo y bienestar social; permite la aprobación y operación de leyes, programas y políticas en favor de intereses particulares; y, revitaliza una cultura corrupta que abona a su proliferación. Aspectos que derivan en la muerte de las democracias, para utilizar un término de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt.

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, afirma que la erradicación de la corrupción depende de la voluntad política de quien encabeza un gobierno. Planteamiento que presenta limitaciones de entrada. Se trata de una cuestión estructural que demanda del mismo modo, respuestas estructurales. Un país en el que el índice de impunidad es del 96 por ciento, muestra que la justicia no existe. Por ello, es preciso escapar de la falacia de alternativas únicas y trabajar en un conjunto de acciones interrelacionadas: fortalecimiento del Estado de derecho, reforma democrática, transparencia en los asuntos públicos, presencia de la sociedad civil en instancias de control al gobierno y servidores publicos, modernización administrativa y servicio civil de carrera, órganos especializados de combate a la corrupción, y una robusta cultura democrática.

Iniciar el proceso anticorrupción sin una conclusión favorable, implicaría un alto costo político para el actual gobierno. Particularmente, en lo que se refiere a los comicios de 2021. La Fiscalía General de la República y el Poder Judicial deberán mostrar su autonomía y fortaleza, llegar al fondo y ejecutar la justicia para salvaguardar el último resquicio de confianza de la población en las erosionadas instituciones democráticas.

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