Probablemente lo más importante es entender que estamos ante una amenaza de salud que es al mismo tiempo nueva y global, cuyos factores de prevención y cura son vastamente desconocidos y que, por tanto, produce incertidumbre y miedo colectivos. Ante esa incertidumbre y miedo, se genera tensión y conflicto, situaciones que ocurren al interior de nuestras sociedades, pero también al exterior de ellas. El problema, por tanto, rebasa el muy lamentable y complejo impacto en materia de salud física, y velozmente se traslada a otros ámbitos como el psicológico, el económico, el financiero o el político, lo que a su vez ocurre en los niveles local, nacional e internacional. Por si esto no basta, la velocidad y amplitud con la que hoy viaja la información ocasiona que la propagación del miedo y la tensión sea incluso mayor. La globalización, en otras palabras, es en serio y requiere, de manera inescapable, pensar sistémicamente.

En un sistema, las partes dependen las unas de las otras. Los problemas de “ellos”, no son de ellos; son del sistema o, en todo caso, de partes del sistema que, tarde o temprano, van a terminar por impactar a otras. Podemos ver esto en términos geográficos como en el caso de países o regiones, o podemos verlo de otras formas, como, por ejemplo, los impactos del subsistema de la salud pública en el subsistema de la economía o en el de la política.

Pensarlo así nos impone, inevitablemente, la necesidad de actuar de formas colaborativas (entre ciudades, regiones, y países, así como entre actores cuyas labores están implicadas en la salud, o en la economía o en la política, entre otros ámbitos). Las mayores disrupciones han ocurrido y van a seguir ocurriendo en la medida en que no reconozcamos esa serie de necesidades y optemos por operar privilegiando los “yo-primero-ismos”, o sintiéndonos partes separadas del sistema que pueden funcionar aisladas e inmunes.

Considere usted el tema del petróleo. En este caso, un problema que emerge de la crisis de salud pública se traslada al entorno económico, al financiero, y muta hacia un conflicto político entre países. O el caso de Trump, en pleno arranque de las campañas electorales, muy criticado en su país por la suavidad con la que estaba abordando la epidemia. Una vez que la OMS declara al Coronavirus como “pandemia”, Trump necesitaba dar la imagen de que finalmente estaba actuando con firmeza para recuperar apoyo político. Pero para hacerlo, opta por suspender la entrada a EEUU de personas procedentes de Europa. La decisión es acompañada de fuertes críticas de la Casa Blanca a los países europeos por no haber actuado suficientemente bien para detener la epidemia. A su vez, Washington recibe fuertes críticas de sus contrapartes europeas, quienes le acusan de tomar este tipo de decisiones sin consultar con sus socios y aliados.

Es decir, lo que vemos en ejemplos como estos, tiene que ver más con un sistema que está enfrentando una disrupción histórica, cuyas partes optan por chocar y golpearse, en lugar de buscar resolver el complejísimo problema común bajo estrategias de colaboración, coordinación y mediante un liderazgo global que hoy brilla por su ausencia. El resultado es que el pánico solo se esparce más. Tenemos que aprender a pensar más como planeta. Y si no lo hacemos desde la empatía y el deseo de bienestar de otras personas, entonces hagámoslo, al menos, desde el entendimiento de que, bajo las condiciones actuales, es imposible aislarnos de los daños y golpes que sufren las “otras” partes de ese sistema al que pertenecemos, lo veamos o no.

Analista internacional. @maurimm

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