Tiene una forma preciosa. En las obras de arte se presenta con dos medias esferas en la parte superior, que se deslizan hacia el sur hasta formar un triángulo cuyo vértice es capaz de hundir su punta en nuestro ser hasta sangrarnos. En esta forma estilizada del corazón caben los anhelos de toda una vida.

Su habitáculo está en el pecho, protegido por una cárcel de huesos finos y curvos llamados costillas, que custodian su rítmica palpitación para que no se detenga ni un minuto, porque de este órgano depende nuestra respiración, el aire que entra al cuerpo, el oxígeno que nos permite pensar, la posibilidad de caminar, sentir y amar.

Durante siglos fue considerado sinónimo de vida: se pensaba que cuando el corazón se detuviera llegaría la muerte, inexorable, decidida a arrancarnos de cuajo de este planeta. Hoy sabemos que es posible separarlo del cuerpo en la estéril atmósfera de un quirófano y colocar en su lugar una máquina, reparar sus válvulas, volver a unir los delgados tubos por donde pasa la sangre, activar de nueva cuenta las sístoles y diástoles, restaurar la armonía musical que nos hace humanos.

El corazón es el símbolo del amor. No sólo el amor de la pareja, los amigos o la familia. El amor a Dios aparece ligado a esta maravilla de músculo estriado, que se llama cardiaco porque no está en ninguna otra parte. Escribe Mateo: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente” —le respondió Jesús—. Éste es el primero y el más importante de los mandamientos (Mt 11: 37-40).

Hablamos del corazón cuando queremos decir esencia, centro, profundidad. El autor inglés Joseph Conrad usó este simbolismo para darle un significado antípoda, con una metáfora que lo definió como contrario de la bondad, al titular a su libro más conocido El corazón de las tinieblas. Esta novela, publicada en 1902, trata de la terrible situación que vivieron los habitantes del Congo Belga, llevados por la ambición y las más bajas pasiones a situaciones de violencia y deshumanización.

Hay quienes tienen el corazón impregnado de tristeza, lo hacen adicto al sufrimiento y víctima del dolor. En el otro extremo están los amantes que experimentan el gozo de una manera creciente, hasta sentir una conmoción que les provoca lágrimas. Ese líquido salado es la mejor descripción de la felicidad. A medias entre los extremos estamos casi todos. Sentimos en las delicadas aurículas la descarga de los neurotransmisores que excitan el tejido cardiaco, escuchamos los golpes que da el órgano contra sí mismo, lo pensamos como un caballo que corre al galope, nos provoca emociones tan fuertes que a ratos deseamos morir. En seguida sabemos que es una tontería perdernos de la pasión que nos lleva al paraíso. Volvemos a sentir que se aumenta la frecuencia cardiaca, se contraen los vasos sanguíneos, se dilatan los conductos de aire. Nos enamoramos. En ese momento no nos cambiamos por nadie. Nos fascina tener esa fuerza vital.

El dedo central de nuestras manos se llama cordial, porque durante siglos se pensó vinculado al latido del corazón; una persona amable y fina es cordial también, tiene un corazón dispuesto al afecto. En su entrañable libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda afirma: “Para mi corazón basta tu pecho, / para tu libertad bastan mis alas. / Desde mi boca llegará hasta el cielo / lo que estaba dormido sobre tu alma”.

Esta belleza orgánica pesa entre 200 y 245 gramos. Tiene el tamaño de su mano cerrada. El corazón de un viejo ha latido más de 3,500 millones de veces. Cada día late 100,000 veces y bombea más de 7 litros de sangre. Este líquido de color rojo intenso es la inspiración de los poetas, los directores de cine y los cardiólogos que han pasado miles de noches en vela para encauzarlo bien. Hitchcock decía que las actrices rubias eran mejores que las morenas porque las gotas de sangre lucen mejor, son más intensas sobre la piel blanca.

Por lo pronto, yo escribo este texto con todo el corazón. Para compartirlo con usted.

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