En esta sociedad de mercado también el voto se compra y se vende. En México pasamos de una estrategia corporativa con un partido gobernante integrado por sectores a una estrategia clientelar. Sin construir una ciudadanía real, las personas de escasos recursos han sido incluidas en una red de programas sociales y vínculos políticos en donde se intercambian votos por favores.

El pluralismo electoral y la alternancia en el poder llegaron al mismo tiempo que el sistema neoliberal. Una pieza clave de este cambio fueron los programas de ayuda social que se conviertieron en la salvación para la pobreza, y los actores políticos transformaron la competencia por el poder en un mercado. Desde hace 30 años se ha instalado una lógica que administra la pobreza de los 53.4 millones de mexicanos que están en esa condición.

El tercer comunicado del Comité Conciudadano explica el tamaño del fenómeno: “El Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (CONEVAL) ha logrado detectar casi 6,500 programas, incluyendo los federales, estatales y municipales. Los recursos destinados a nivel federal en los 154 programas sociales ascienden en 2018 a más de 910 mil 283 millones de pesos”. Además el gobierno ha pedido recursos extras por 300 millones de dólares al Banco Mundial para el programa Prospera.

A diferencia de otros países de América Latina, en México ha dominado una administración de la pobreza que mantiene los mismos porcentajes de pobres que hace 20 años. Para entender qué ha pasado en México hay que ver que el país tiene uno de los niveles salariales más bajos de la región y un altísimo porcentaje de trabajo informal y precario que explican por qué los programas sociales no han disminuido los niveles de pobreza.

En este proceso electoral se juntan dos tendencias contra el voto libre. Por una parte, lo que prácticamente se ha institucionalizado con la compra y coacción del voto mediante los programas sociales, estrategia que se ha profundizado a niveles inaceptables. El INE tomó la decisión de prohibir el reparto de tarjetas para la compra del voto, pero el Tribunal Electoral tiró la resolución y legalizó la compra y coacción. La mayoría de los programas se ejerce mediante prácticas discrecionales y los gobiernos obtienen votos para su partido.

Por otra parte, como en 2006, grandes empresarios (Larrea, de Grupo México; Bailléres, de El Palacio de Hierro; Vallina, del Grupo Chihuahua; Hernádez Pons, del Grupo Herdez, entre otros) han empezado la operación de chantaje a sus empleados. Mediante amenazas, en una suerte de sugerencia-prohibición, se orienta el voto en contra de AMLO sin decirlo. Este grupo de empresarios coincide en construir una equivalencia de dos términos: AMLO = a populismo. También se construye otra equivalencia temporal en el discurso: Echeverría y López Portillo = a AMLO y a un regreso al pasado. Estos empresarios han sido los ganadores del actual modelo y no quieren cambios. Se trata de una lucha ideológica de referencias que dicen y ocultan su manipulación, porque es más importante lo no dicho. Estas ambigüedades hacen una fuerte presión para los trabajadores de estas empresas. Es el voto del chantaje. A medida que la elección se acerca y las encuestas marcan a un puntero muy definido, la polarización crece y el chantaje empresarial suena a recurso desesperado.

A 25 días de los comicios, algunas encuestas confiables ubican a AMLO con 52%, a Anaya con 26% y a Meade con 19%. Ayer El Financiero ubicó a AMLO con 50%, a Anaya con 24% y a Meade con 22%. A pesar los números definidos, vivimos un “clima emocional que lo distorsiona todo”, como escribió Antonio Caño (El País, 3/V/2018). Esperemos que la compra y el chantaje para votar no modifiquen el voto libre que quiere un cambio…

Investigador del CIESAS. @AzizNassif

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