“Yo caminaba al frente del grupo, entre dos muros de espeso follaje. De pronto, alguna cosa cruzó frente a mí, rápida y casi inmaterial como un pensamiento. Mis sentidos estaban alertas y no se me escapaba ni un movimiento ni un ruido. Otra vez pasó aquello como un relámpago, y lo vi subir y bajar en el aire. Al fin se concentró en una liana, cerca de mí.

Eran una vibración y un zumbido constantes, como una idea montada en la mera palpitación de las alas y flotante en el espacio. Llamé a mis compañeros y rodeamos aquella maravilla. Aumentaba el encanto de la aparición el hecho de que este diminuto ser es inasible; ni podemos reproducir sus movimientos, ni guardarlo en cautividad. Semejante a una imagen soñada, aparece cuando menos se le espera, y huye cuando más nos atrae”.

El autor de esta descripción del colibrí fue un personaje histórico: Maximiliano de Habsburgo. El futuro emperador de México vio por primera vez esta ave en la selva brasileña, siendo un joven aficionado a la observación de la naturaleza. La cita corresponde a su obra Aus meinen Leben. Reiseskizze: Aphorismen: Gedichte, publicada en Viena en 1862.

Don Alfonso Reyes la incluyó en su libro Norte y Sur (Editorial Leyenda, 1944).

Fugaz como una idea que atraviesa la mente, brillante como luz multicolor, destello que deslumbra, etéreo como el amor, así es el colibrí, esa ave pequeña (mide entre 9.5 y 15 centímetros), cuya belleza es capaz de atrapar la atención del que la observa, felizmente absorto.

Los colores de sus plumas son inverosímiles. Se pueden observar mejor en una fotografía que en la realidad, cuando una cámara de última generación capta sus movimientos y detiene su belleza en una imagen electrónica. Como si fuera un truco de magia, explicado gracias a la tecnología.

Más allá de los mitos que definen a los pueblos originarios de México como guerreros, lo cierto es que trazaron ciudades y construyeron calzadas, templos, mercados y centros ceremoniales con base en diseños que correspondían a su visión cosmogónica. También dejaron un legado de arte: códices pintados con imágenes y palabras que describen sus emociones. Dice un poema náhuatl: “Somos fugaces como el vuelo de un colibrí / el aleteo de las alas de una mariposa / como el ruido del viento entre los árboles / somos fugaces”.

Los ancianos de muchos pueblos todavía les llaman chupaflor. Este pajarito americano vive en regiones que van de Canadá hasta la Tierra de Fuego. En Nazca, Perú, está representado un colibrí que mide 96 metros de largo, desde el pico hasta la cola, con una envergadura de 66 metros.

En el Diario del viaje que hicimos a México, fechado en 1776, el fraile capuchino Francisco de Ajofrín describe: “Todo su cuerpecito no excede al de una pequeñita almendra; la cola larga, la cabeza proporcionada, el cuello corto, el piquito largo, delgado y fino. Blanco en el nacimiento y negro en la punta; las alitas largas y menudas; tan ligero en su manejo, que cuando vuela casi no se ve y solo se percibe por un zumbido que hace; sus ojos muy alegres y hermosos”.

Octavio Paz, quien estudió a conciencia la filosofía mexica, escribió este poema corto: “La exclamación”, que condensa en seis versos la magia del ave: “Quieto / No en la rama /

En el aire / No en el aire / En el instante / El colibrí”. Usted puede escuchar el poema en la voz del autor, en el sitio https://www.poesi.as/op10029.htm

Hace meses, en mi patio ocurrió un hecho formidable: del centro del gigantesco agave surgió un quiote cuya floración ocurrió en las alturas, sobre el techo de mi casa. Pero entre las pencas aparecieron otros quiotes jóvenes, de tronco delgado y audaz, que se llenaron de flores. Pronto llegaron los invitados a libar el néctar: enjambres de abejas y docenas de colibríes aparecían desde muy temprano, antes de que los rayos del sol alumbraran los pétalos que contenían el dulce. Yo suspendía mi labor para observar esta escena, que ocurría a tres metros de mi lugar de trabajo, embelesada por el vuelo del colibrí, que para los antiguos mexicanos era una representación del corazón humano.

Entiendo y acepto que la vida es finita. Sé que moriré. Sin embargo, anhelo que mi corazón todavía siga latiendo por muchos años, que sus ventrículos y aurículas se llenen de sangre roja, que palpiten al ritmo de la mágica ave americana.

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