En la novela  El hablador, una de sus mejores narraciones, Mario Vargas Llosa cuenta la historia de un hombre que aparece en una fotografía tomada por un artista italiano que se internó durante semanas en la Amazonía peruana.

“Las fotos mostraban con elocuencia cuán pocos eran en esa inmensidad de cielo, agua y vegetación que los rodeaba, su vida frágil y frugal, su aislamiento, su arcaísmo, su indefensión”. Pues bien, aquel grupo que sobrevive a duras penas en la selva, requiere de la historia oral como del alimento: “Al primer golpe de vista se advertía que aquella comunidad de hombres y mujeres sentados en círculo, a la manera amazónica —parecida a la oriental: las piernas en cruz, flexionadas horizontalmente, el tronco muy erguido— y bañados por una luz que comenzaba a ceder, de crepúsculo tornándose noche, estaba hipnóticamente concentrada. Su inmovilidad era absoluta. Todas las caras se orientaban, como los radios de una circunferencia, hacia el punto central, una silueta masculina que, de pie en el corazón de la ronda de los machiguengas imantados por ella, hablaba moviendo los brazos”.

Somos humanos. Necesitamos saber cómo viven los otros, qué sienten, qué pasiones gobiernan su corazón, cuáles son sus gustos, quiénes son sus amores. La murmuración es la reina de las charlas entre amigos, dispuestos a creer los detalles más absurdos de la vida ajena, con emoción prendida en los labios que pronuncian las frases delatoras y el cerebro abierto para registrar, y a veces añadir, escenas escalofriantes que provocan ruptura de paradigmas, la parte jugosa del escándalo que se deriva de hechos, reales o inventados, ocurridos en los espacios privados.

Mientras más se acercan esos hechos a la alcoba, más intensa se pone la conversación, más atención recibe.
Muchas veces, sin embargo, no son más que mentiras.

De mentiras también está hecha la literatura. Cuentos pergeñados por mentes inquietas que registran lo ocurrido en su época, en una recreación de acontecimientos históricos o ficticios, la mayor parte de los casos en una mezcla de realidad e invención. De alguna manera, tanto la narrativa como la historia están hechas de chismes sofisticados, enmarcados en el tiempo y el espacio.
En el Museo de Arte de Querétaro hay una espléndida obra barroca de José de Alcíbar que representa a san Juan Nepomuceno, con cinco estrellas en la aureola. Fue confesor de María de Baviera, reina consorte de Bohemia en el siglo XIV. El rey había exigido al santo que le hiciera partícipe de los secretos de su mujer. Nepomuceno se negó. Entonces el monarca lo amenazó con torturas que incluían cortarle la lengua. En el lienzo aparece triunfante, con su roja lengua en una mano levantada hacia el cielo, casi al alcance de los querubines que le reciben en el rompimiento de la gloria. De la lengua sale un rayo que aniquila a un loro, símbolo de la maledicencia.

Evaristo Carriego, compositor de tangos, vivió largos años añorando el amor de una muchacha muerta —ya ven, ya les estoy contando el chisme— y deja asomar su nostalgia en su poesía. El poema “Aquella vez que vino tu recuerdo” inicia así: 
“La mesa estaba alegre como nunca. / Bebíamos el té: mamá reía / recordando, entre otros, / no sé qué antiguo chisme de familia. / Una de nuestras primas comentaba / recordando con gracia los modales / de un testigo irritado, el incidente / que presenció en la calle; / los niños se empeñaban, chacoteando, / en continuar el juego interrumpido, / y los demás hablábamos de todas / las cosas de que se habla con cariño”.

Como usted podrá imaginar, en ese momento alguien nombró a la novia ausente, provocando el dolor de este joven herido por la flecha de un amor imposible. Como poeta romántico que era, Carriego murió a los 29 años, tísico.

Borges declaró: “Carriego fue el hombre que descubrió las posibilidades literarias de los decaídos y miserables suburbios de la ciudad: el Palermo de mi infancia. Su carrera siguió la misma evolución del tango: arrollador, audaz y valeroso al principio, luego convertido en sentimental”.

Con ese pretexto, el de compartir sentimientos, comienzan los chismes.

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