El populismo es un fenómeno político que se entiende mejor si se describe el cesarismo. Julio César se hizo emperador de Roma cuando colapsó la República, que había sido corroída por la corrupción, la decadencia del Senado y su separación del pueblo romano. Julio César dio un golpe de Estado, sepultó la República y declaró el Imperio.

Desde entonces se han repetido fenómenos similares: los principados italianos en el siglo XV y XVI, el fascismo, el nazismo. Hoy renace en EU o Hungría. En América Latina, Venezuela es el caso más patente.

La república romana y las italianas del renacimiento tenían en común con las democracias contemporáneas un fuerte ingrediente de “gobierno por discusión”, como lo denominó John Stuart Mill; es el gobierno de opinión pública que se traduce en decisiones de Estado. Ese componente es el que suprimen las formas de cesarismo: se acaba la discusión, el debate, la libre expresión, la libertad de manifestación y la libertad de elección y de participación.

¿Qué hace esto posible? Cuando el gobierno por discusión se degrada y se convierte en un artificio para satisfacer apetitos particulares, se abre un enorme flanco a los ímpetus dictatoriales de los santones que claman por la salvación mistificada del cuerpo nacional. Siguiendo a Mill, la democracia sólo puede sostenerse cuando el ciudadano educado tiene también una cierta “igualdad de condición”. Si el esfuerzo del ciudadano medio para sobrevivir es desproporcionado a sus beneficios, el ejercicio democrático se convierte en farsa. Las democracias que degeneran la calidad de la política y que no se ocupan de la mejoría del ciudadano medio son el mejor caldo de cultivo para que líderes mesiánicos convenzan a los que están hartos. Así se pone el huevo de la serpiente. Entre mayor sea el número de conversos, mayor será el envión que reciben los mesías, mayor su poder y más grande el despojo a los derechos ciudadanos. La vacuna está en tenr ciudadanos informados, participantes, que tengan la razonable expectativa de una vida buena en una sociedad que la procura.

En un número importante de democracias nuevas se ha producido una erosión considerable de la política y del bienestar. A pesar de la indignación y esfuerzos, la desigualdad social aguda se ha convertido en una presencia “natural” o incluso deseada, como es el caso de la actual élite que gobierna Estados Unidos. No sabemos si existe un antídoto. Venezuela es ejemplo de esta tragedia que pone de manifiesto que la contradicción principal de nuestro tiempo no es entre izquierda y derecha, sino entre autoritarismo y democracia.

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