Cuando yo era joven, leí Los miserables, de Victor Hugo. Algunas noches, no pude conciliar el sueño de pensar en las escenas contenidas en sus páginas. En esos años, no tuve mejor maestro en el arte de ser humano. Más tarde, con mis hijos, fuimos al teatro a ver el musical. Años después, en un viaje a París, una mañana mi marido y yo visitamos la casa del autor, en la Place de Vosges, barrio de Marais. Hugo vivió ahí entre 1832 y 1848. Ese museo de sitio conserva sus muebles, objetos, dibujos y ediciones. La presencia del escritor, etérea e inmortal, sigue flotando en el aire de esos cuartos.

Entre novelas, el francés escribía cartas.  Era la forma de comunicación de aquel tiempo. En cada ocasión, redactaba una serie de borradores y al final se quedaba con una carta para su archivo. Llevaba una copia igual al correo. Una vitrina muestra la que envió a Benito Juárez, fechada el 20 de junio de 1867:

“Juárez: La América actual tiene dos héroes, John Brown y usted. John Brown, por quien la esclavitud ha muerto; usted, por quien la  libertad vive. México se ha salvado por un principio y por un hombre. El principio es la República; el hombre, es usted. Por lo demás, la suerte de todos los atentados monárquicos es terminar abortando. Toda usurpación empieza por Puebla y termina por Querétaro”.

Esa carta es larga y aboga por el emperador: “Hoy pido a México la vida de Maximiliano. ¿La obtendré? Sí. Y tal vez en estos momentos ya ha sido cumplida mi petición. Maximiliano le deberá la vida a Juárez”.

Hugo escribió esos párrafos horas después de la ejecución. Quizá el autor sintió la proximidad de la muerte del austriaco. ¿Quién sabe con precisión lo que ocurre en el corazón ajeno? Aquí, en mi ciudad, en el Cerro de las Campanas, no había un centenar de periodistas    extranjeros que contaran con la tecnología necesaria para enviar la noticia de inmediato. Hugo vivió semanas sin saber el resultado de su gestión. Quizá conoció la noticia al mismo tiempo en que Juárez recibió en sus manos la carta del autor francés, uno de los hombres más influyentes de su tiempo.

La historia inicia con la escritura. Gran parte de los documentos que han trazado el rumbo de la humanidad son cartas. Entre ellas, las dedicadas al amor tienen un distintivo: el que escribe se desnuda. Se vuelve humilde, frágil, lleno de cicatrices y heridas, que muestra al destinatario. Fernando Pessoa, firmando como Álvaro de Campos, escribió entre 1920 y 1930 a Ophélia de Queiroz, su compañera de trabajo: “Todas las cartas de amor son ridículas […] Pero, al fin y al cabo, / sólo las criaturas que / nunca escribieron cartas de amor / sí que son ridículas”.

En el año 2000 se publicó el libro Aire de las colinas: cartas a Clara, donde se recopilan 81 cartas que escribió Juan Rulfo a su novia, Clara Aparicio, entre 1944 y 1950. Los jóvenes esperaban la fecha fijada para su matrimonio. El muchacho, aprendiz de escritor, tomó la pluma para volcar sus sentimientos en papel y al hacerlo construyó su propio estilo, definió su voz narrativa, elevó su registro. La primera dice:

“Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye.

Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba.

Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua.

Clara: corazón, rosa, amor…

Junto a tu nombre, el dolor es una cosa extraña.

Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida; como se va la muerte de la vida.

Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad esclarecida”.

Hay que escribir cartas. Hay que dedicar unos minutos a dejar un testimonio sentimental a los hijos, los hermanos, los amigos. Hay que confiarle al papel nuestras emociones. Con letra de nuestro puño. Con tinta sangre del corazón, como dice la canción “Nuestro juramento”, del compositor Benito de Jesús, dedicada a su esposa Gloria María. Si sentimos dolor, si el llanto cae en breves ríos por las mejillas, las palabras escritas podrán absorberlo. Si hay alegría, se multiplicará al compartirla con el otro. Escriba la primera. No se arrepentirá.

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