“A menudo, cuando veo mi imagen reflejada en el espejo, no me reconozco. Me imagino haber surgido de un giro misterioso, como de un extraño amorío. Siempre seré el hijo de mi abuelo zapatero y de una cajita de acuarelas”.

Así comienza Santiago Carbonell un texto titulado “Autorretrato”. El pintor que ha recreado los rasgos de tanta gente en sus lienzos, ha hecho pocos retratos de sí mismo, y a uno de ellos le lanzó encima un chorro de tinta roja que le hizo perder la perfección.

Cuenta la leyenda que el joven artista llegó de Estados Unidos para realizar una serie de paisajes y con ese fin radicó en una casa campestre. Decidió quedarse por más tiempo, preguntó por una casa donde hospedaran a estudiantes. Al llegar, tocó a la puerta y la belleza de la chica que abrió lo dejó sin aliento.

Ella era Gabriela Miranda, mi alumna en el Tec de Monterrey. Nacida en Ecuador, como la madre del pintor. Santiago también nació en ese país, en la cintura del mundo. Vinieron a encontrarse aquí, en el centro de México. El amor de Santiago y Gabi fue fulminante, un embeleso que aún dura. Formaron una familia con cuatro hijos, el mayor de los cuales fue compañero de colegio de mi hijo.

“Mi padre catalán y mi madre ecuatoriana decidieron por mí al nombrarme Santiago en un arrebato católico-españolista. A la tierna edad de un año y medio atravesé por primera vez el océano Atlántico en un barco cargado de plátanos y café, en dirección a Barcelona, donde pasé mi infancia”.

Conocí al artista a su llegada a México. Nos encontramos en las salas del Museo de Arte de Querétaro, donde años después gestioné varias exposiciones suyas, siendo yo la directora de ese recinto. Alojado en un antiguo convento de frailes agustinos, es un espacio barroco cuya construcción deja al visitante boquiabierto, por la compleja hermosura de su patio.

Mi familia ha seguido la trayectoria de Santiago con verdadero deleite. Hemos visitado sus exposiciones en otras ciudades. He visto las reacciones de los espectadores frente a su obra: gente sencilla, estudiantes, artistas plásticos, músicos, científicos, amas de casa, niños y jóvenes. Todos, en alguna medida, salen de las salas con el espíritu tocado por la perfección que Carbonell logra al colocar toques de color a una tela que recibe al óleo como si lo estuviera esperando.

Los árboles no dejan ver al bosque: quienes hemos convivido con el pintor, podemos olvidar que estamos frente a un creador de talla majestuosa. Un día, visité su museo en la calle 5 de Mayo. Iba sola, en un rato libre. El pintor estaba ahí, me saludó con tono amable y me invitó un café. Después, llevé a un grupo, a quienes repetí la información que aprendí del guía. Se quedaron en vilo cuando les conté que Santiago me había preparado un café. Así es vivir entre artistas: he conocido a cientos, cada uno me ha dejado una memoria.

“Decidí convertirme en pintor, que no artista, a los diecisiete años, convencido de ser un inútil para todo menos para esta tarea. Realmente quería ser rotulista. Qué hermosa vida podía ser la dedicada a pintar grandes letreros. Qué orgullo para mi padre cuando al pasear por la calle pudiera leer a cien metros de distancia: ‘Bar Manolo comidas y tapas’ y exclamara por lo bajini: ‘Eso... lo dibujó mi hijo’.”

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