¿Será posible cambiar los términos de la conversación pública? Llevamos meses atrapados en un diálogo de sordos plagado de descalificaciones personales, que está dificultando —cuando no bloqueando— las opciones disponibles para solucionar los gravísimos problemas que nos desafían a todos. El año 2020 será irremediablemente recordado como uno de los peores de la historia (para el mundo entero) y sus efectos posteriores son aún inciertos. Bastaría ese hecho para cobrar conciencia sobre la necesidad de serenarse y actuar con la cabeza fría. Pero estamos haciendo lo contrario.

La idea de la política como confrontación perenne cuya secuela es solamente el sometimiento de unos al poder de otros, ha borrado casi por completo la versión de la política como organización pacífica de la vida colectiva: de la convivencia armónica y civilizada, no sólo a pesar de nuestras diferencias sino gracias a la diversidad y a la riqueza de las ideas e iniciativas compartidas. Estamos atorados en una valoración superficial y enconada de las causas de los grandes problemas nacionales como si todo dependiera de algunas personas en particular; como si la historia no fuera el producto de las circunstancias, las decisiones entrelazadas de todo un pueblo y de hechos fortuitos, sino el resultado exacto del guion escrito por un puñado de demiurgos.

Nadie sensato y medianamente informado podría negar los errores garrafales, los abusos y la corrupción que fueron minando al Estado mexicano durante décadas; es innegable que los juniors de la transición del siglo XX al XXI dieron al traste con el proyecto original. Pero nadie en su sano juicio podría afirmar, tampoco, que la solución a esos problemas consiste en establecer el gobierno de un solo hombre. Ambas posiciones resultan deleznables: ni una ni otra deben convalidarse. La primera, porque equivaldría a repetir las trampas que ahondaron las violencias y las desigualdades del país; y la segunda, porque nos llevaría a vivir un régimen fascista (no le tengamos miedo a las palabras).

Empero, la obstinada y cada vez más brutal repetición de esos enconos en la deliberación pública está impidiendo que veamos el horizonte del país con nitidez. De un lado, es absolutamente necesario reconocer que la rebelión electoral del 2018 abrió una oportunidad histórica para clausurar aquellas prácticas corruptas, que se adueñaron del Estado. De otro, sin embargo, es indispensable comprender que esa batalla no es una cruzada de buenos contra malos, ni una limpieza étnica, ni el principio irremediable de una guerra civil, todavía sorda.

La riqueza de la discusión se ha pauperizado al convertirla en un asunto de bandos enfrentados e irreconciliables, que se descalifican diariamente ad hominem: con nombres propios que deben ser erradicados de tajo del espacio público, con campañas de odio y desprestigio entrecruzadas, que han ido creando nubes de humo que nos impiden dialogar sobre los problemas agobiantes y deliberar sobre las soluciones. En este entorno, las políticas no importan tanto por lo que proponen sino por quién lo hace, las ideas sucumben ante la imputación de buenas o malas intenciones y la sociedad participa como el público del Coliseo ante la lucha a muerte entre los gladiadores.

¿Será posible cambiar los términos de la conversación, ante las elecciones de junio de 2021 para renovar miles de cargos, de agosto para consultar si debe juzgarse a los políticos de ayer y de marzo del 2022 para decidir si AMLOcontinúa en la Presidencia? ¿Será posible dignificar a la política como la organización armónica de nuestra convivencia y sacarla de la cantina donde los machos se disputan la botella con pistola en mano? Hay 16 meses para responder a esa pregunta, antes del páramo.

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